Salamanca

Francisco Blanco e Isidro Catela ganadores de «Pasaporte a la creatividad»

Los trayectos de antaño en ferrocarril y las vacaciones de un gato común son las narraciones vencedorasde la tercera edición del concurso de relatos del suplemento VD Viajes que se exponen a continuación 

La Razón
La RazónLa Razón

«El viejo tren»
Francisco Blanco l A Coruña

Cuando ahora sobran líneas del viejo tren, cuando las tienen que jubilar por falta de viajeros, a mí esa agonía me produce una profunda pena, y brotan en mi mente los entrañables recuerdos que guardo de mi infancia y juventud.
De niño, desde la casa de mis padres situada en la montaña, veía al tren circular por entre los viñedos del valle hasta perderse en la lejanía, en las paredes del cielo. No comprendía cómo aquel carro gigantesco podía alcanzar tanta velocidad si para tirar de los pequeños carros que había en el pueblo, les costaba aguijonazos, resoplidos y sudores a los bueyes y vacas. Tampoco entendía cómo la chimenea de la máquina echaba aquellas nubes de humo. Gastaría más leña que todas las cocinas juntas; años más tarde supe que su estómago consumía carbón por toneladas. Me embelesaba verlo aparecer y al poco desaparecer como un relámpago, aunque siempre volvía con sus rugidos y silbidos. Por la noche soñaba con él y por el día pasaba horas jugando con el que me fabricaba con piedras, que las colocaba en fila india y las movía mientras no dejaba de repetir chacachá - chacacha - chacachá, seguido de los pitidos en los pasos a nivel.
Ese viejo tren calmaba mi ansiedad cuando años más tarde me trasladaba a la villa donde debía someterme a los exámenes de los primeros cursos del bachillerato de la época. Subir a él me producía una emoción jamás sentida; mis ojos chispeaban y mi corazón parecía salirse del pecho por aquellos momentos de ensueño. Nunca podré olvidar la sensación de cómo veía volar a los árboles y a las casas según el tren se alejaba velozmente y me enseñaba nuevos horizontes, nuevas tierras. Allí se ahogaban mis nervios y se me olvidaban los pavorosos exámenes, que me parecían la muerte en vida. Suspiraba para que el viaje no tuviera fin, mas terminaba en un pispás. Para la reválida de los estudios tuve que trasladarme a la capital de la provincia, y esa distancia fue una gozada inmensa. No había quien me sacara de la ventanilla; mis ojos no daban abasto a impresionar tantas imágenes desconocidas y mi mente hervía de incontenibles emociones. El intrépido tren traspasaba montañas, serpenteaba cursos de ríos, cruzaba valles angostos y verdes campiñas, desafiando nieblas, lluvias, nieves y calores de mareo. ¡En cuántos viajes no disfruté con el viejo tren! Sí, a veces se atascaba, no arrancaba, rugía en las cuestas como un condenado, pero a ese tren renqueante, obsoleto, lleno de achaques, le debo haber sido el guía que me condujo a escenarios más risueños, a mundos que nunca hubiera descubierto, así como adquirir hábitos y modales antes ignorados; también fue mensajero de noticias, de proyectos, de ilusiones, de sueños; tal vez de alguna decepción olvidada hace mucho tiempo.
Ahora, en la era supersónica, de las altas tecnologías, del AVE, sigo recordando al viejo tren, mi viejo tren, porque siempre permanecerá vibrante en el rincón de mis sentimientos.

 

«La primera vida de Fermín»
Isidro Catela

El último en entrar en el monovolumen fui yo. Antes, con el método preciso de las familias numerosas, habían ocupado su asiento, por este orden, la abuela, los gemelos, la tía monja, la niña María, los dos adolescentes y los padres de familia.
Los seres humanos son únicos e irrepetibles. Los felinos, sin embargo, somos mucho más simples. Dicen de mí, sin ir más lejos, que soy un gato común. Corrían las vacaciones de 1999. Me acababan de recoger de la basura, con la generosidad propia de los Ramírez Ramírez. Todo en aquella vida familiar se duplicaba: los gemelos, el apellido, las Marías, la ración de sardinas e incluso los habituales quince días de vacaciones que aquel año se convirtieron en un mes de sol y playa.
Habían tenido que sacar del convento a la tía María. Según el médico, las aguas del Mediterráneo le iban a ir bien para la soriasis. Sus manos suaves cocinaban, como nadie, los pescados a la sal. Descubrí en ella la piedra angular de la familia perfecta para un gato.
Fue así como crucé, por primera vez, la meseta, arracimado en una furgoneta amplia. Primero pasaron, como en un zigzag por la ventana, los arrabales de Salamanca, donde nació Lázaro, el de Tormes, y donde tres meses antes había nacido yo también. Luego, las carreteras de Castilla, con su inevitable canícula, y Madrid, con su «skyline» estrellado contra el humo.
Mi tocayo Fermín conducía despacio, acariciaba las rodillas de su mujer, nos miraba complacido por el retrovisor y, cuando se aseguraba de que todos estábamos bien, nos contaba apasionadamente historias de molinos y gigantes.
Paramos a echar gasolina en un lugar de La Mancha. A la sombra de una estación de servicio conocí las latas Whiskas y los ovillos que trenzaba la abuela Petra. Poco después, llegaron los viñedos y el incipiente olor a naranjos. La autopista se estiraba y encogía como un espejismo. Era el calor.
Vomité nada más llegar a Peñíscola. Aún no sabía qué era eso a lo que llamaban playa, ni mucho menos qué querían decir exactamente cuando hablaban del horizonte. Once años después, mucho más experimentado, he conseguido entender al menos lo primero.
El runrún de estos días es el preludio inconfundible del verano. Los gemelos son ahora adolescentes y los adolescentes ya no siempre viajan con sus padres. Dicen que la niña María tiene síndrome de Down. Ella es quien me da los besos que casi nadie le daría a un gato viejo. Sor María tiene la piel mucho mejor. Volvió al convento. Echo mucho de menos a la abuela Petra. Murió el año pasado. Sus ovillos eran blanquísimos, como su vida lenta, arrancada por el olvido. Aún me acuerdo cuando, en los viajes, me acariciaba la barriga y, en su aparente desvarío, me confiaba en voz baja:
-«¿Sabes una cosa, Fermín? Yo no querría por nada del mundo tener siete vidas. ¡Tiene que ser tan aburrido!».