Distribución
Malo feo y barato
Yo tenía en la cocina una bolsa de magdalenas que compré hace cuatro meses. Las magdalenas se habían puesto más duras que la vida, adquiriendo con el transcurso del tiempo una consistencia casi mineral. Me resistía a tirarlas. Miraba la bolsa de fósil contenido y me decía: «todavía se pueden aprovechar para hacer una tarta, o algo, igual que se utiliza el pan duro para las torrijas…».
Al fin me di cuenta de que la bolsa de dulces caducados significaba para mí lo contrario que para Proust aquella magdalena que le recordaba su niñez. Mi resistencia a arrojar a la basura las malogradas magdalenas estaba directamente conectada con el terror que la situación económica me produce. Mi obsesión por el ahorro, el reciclaje, la contención del gasto… todo ello se encarnaba en la bolsita de confites rancios. Tirarla simbolizaba echar al contenedor mi conciencia de la crisis, mi responsabilidad cívica.
Pero una tarde agarré las magdalenas y les di una patada. Me tenían hasta el jarrete. Compré un billete de avión y salí unos cuantos días de España y del espacio Schengen. Hacía un año que no me ausentaba del Viejo Continente. Fue una alegre sorpresa descubrir/recordar que el mundo camina a distinta velocidad en otros lugares. Que, lejos de Europa, hay esperanza y la gente sigue teniendo la sensación de que el mañana nunca muere. Fue una desgracia encontrarme por doquier con la fealdad de la globalización: las mismas baratijas «made in China» en mi calle que en un lejano mercadillo exótico, al mismo precio. Los «souvenirs» de cualquier lugar del planeta están fabricados en China. Pensé en lo mucho que China está contribuyendo a uniformizar el mundo con su tosquedad industrial, sus saldos, su mala calidad. Que la homogeneidad será el principio de la decadencia del planeta. Que, como es un gigante económico y compra nuestra deuda, los políticos no se atreven a decir lo obvio –por corrección política, diplomacia y temor a ser tachados de colonialistas o racistas–: que China está expoliando a Occidente; copia, corta y pega, roba diseño y tecnología occidentales y los convierte en bazofia de lance. Pensé que deberíamos exportar, desde Europa, cosas carísimas, auténticas y originales, a los millones de nuevos ricos chinos. Y pensé que si Europa –su cliente preferente– se va al carajo, China no tardará en ir detrás.
Y, luego, me comí una magdalena tierna. Sin culpa.
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