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El monaguillo prodigioso por Francisco Nieva

La Razón
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Sabido es que los escritores nos basamos en recuerdos punzantes de nuestra niñez, y la obra que fue mi primer gran éxito como dramaturgo –«La carroza de plomo candente»– se la debo a un monaguillo maravilloso, un héroe pobre y un astro de mi infancia.

Con poco más de cinco años, me hice muy amigo de Alfonso, hijo de una antigua criada, que tenía ocho años y era monaguillo en el convento vecino. Tengo idea de que mi madre confiaba mucho en la suya, y le pidió que Alfonsillo se cuidara algo de mí. Mi madre no sabía que Alfonso me hacía correr ciertos peligros, subiendo a la torre del convento. Una escalera peligrosa, a la que le faltaban algunos de los peldaños de madera y en la que podía producirse cualquier accidente lamentable.

Pero yo tenía plena confianza en él y me sentía muy protegido y seguro. Me enseñaba cómo había de poner el pie, como un buen y responsable monitor de escalada. Y me enseñaba muchos secretos de aquel convento. Por ejemplo: la sacristía y las estancias que servían de almacén a los catafalcos o armatostes revestidos de paños fúnebres, que se instalaban para las «misas de difuntos».

–«Ahora verás: yo me meto debajo y empujo, como si fuera un tanque de guerra. No te asustes. Tú, ponte allá, en el otro extremo, y mira cómo avanzo y evoluciono».
Me parecía admirable que tuviera la fuerza de hacer avanzar aquel catafalco impresionante. Y en efecto, era estremecedor, pero también muy divertido, porque sabía que era Alfonsillo quien empujaba y hacía «maniobras» con aquel tanque, el más apropiado para una «guerra santa».

También me enseñaba otras cosas. Dónde meaban los curas y todo lo que se guardaba en los imponentes armarios de la sacristía, con olor a tabaco e incienso… Es el caso que, una tarde, yo estaba con mis padres en una de las bodegas familiares o de amigos. Una finca muy vasta, con una parte de jardín en el que se mantenían como media docena de colmenas. Y Alfonso estaba con nosotros y yo a su cargo. Me llevó a merodear por aquellos lugares, e hicimos el descubrimiento de las colmenas. Nadie nos avisó que tuviéramos algún cuidado.

A la entrada de una de aquéllas, bullía un pequeño enjambre de abejas y no se sabe por qué Alfonso tuvo «la feliz idea» de arrimar su bota a aquella entrada de la colmena. Al instante, un enjambre mucho mayor se echó encima de nosotros. Salimos corriendo y yo recibí alguna picadura dolorosa. Lloraba asustado y se armó un gran revuelo entre los mayores. Mi padre hizo de todo responsable a mi amigo y le corrió dándole cachetes y alguna patada en el culo.

Aquello me conmovió profundamente. Me dolía el castigo humillante que estaba sufriendo Alfonsillo, como si él fuera «un chico malo», como cualquiera. Pero no era cualquiera. Alfonso era la diversión, la enseñanza, la risa, el asombro, la confianza y el afecto más verdaderos.

Mientras me curaban, aplicándome alcohol en la heridas, Alfonso, después de haber sido corrido por mi padre, permanecía allí, viendo cómo me asistían, encogido, abrumado…

–«¿Por qué no te largas de una maldita vez? ¿Qué haces aquí, parado? ¡Vete y no te ocupes más del niño! –le dijo mi padre. Y Alfonso, manso y triste, «cargado de humildad» por el destino, contestó:
–«Sólo quiero saber si, mañana, puedo traerle a la señora la docena de huevos que le ha encargado a mi madre».

Puede parecer increíble que yo descubriera, con tanto dolor de mi corazón, que mi gran amigo e iniciador fuera un humilde siervo, hijo de sierva, siervo y humilde para siempre. Para siempre… Él y tantos más, una interrogación bien trascendente en un niño de cinco años. Mi querido y admirado Alfonso era aquel niño pobre y servil que miraba por sus pequeños intereses.

Pasados treinta años, en la obra que digo, la cama de un rey embrujado se desplazaba por el escenario, como el beligerante catafalco, conducido por mi amiguillo. ¿Qué fue de Alfonso por aquellas fechas, dónde estaba él, qué habría sido de él? Se perdió, se esfumó, lo perdí… Hubiera sido de justicia darle parte de mis ganancias.
–«Alfonso, nadie sabía que tú eras ‘‘la sal de la tierra''. Y tú nunca supiste ni sabrás cuánto que me duele todavía que no te vieran los demás como al príncipe valiente y generoso que fuiste para mí».

 

FRANCISCO NIEVA
De la Real Academia Española