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En el bastión de los «camisas rojas»
En el norte pobre y rural de Tailandia, los revoltosos derrotados aguardan la llamada para una nueva intentona. Su futuro, les dicen, está en los rascacielos de Bangkok
UDON THANI– Patchara abandonó su arrozal y su búfalo de agua y se montó en un camión con destino a Bangkok para cambiar el rumbo de Tailandia, llevándose a toda su familia con él. Durante semanas, cantó y bailó en el campamento rebelde, desafió con un tirachinas y explosivos caseros a soldados del Ejército y durmió en el opulento centro de una megalópolis que no conocía. El metro cuadrado sobre el que tendió su esterilla cuesta más de lo que nunca podría soñar. Ahora Patchara está de vuelta en el pueblo, pasa cada noche en un sitio distinto por miedo a las represalias y no sabe muy bien qué pensar. «Al final no hemos conseguido nada, pero quizá lo volvamos a intentar».La movilización de los «camisas rojas» ha acabado destrozando el edificio de la Bolsa tailandesa, quemado hasta los cimientos el segundo centro comercial de Asia y provocado más de 85 muertos y cientos de heridos en la capital. Sus motivos, sin embargo, se explican mejor a cientos de kilómetros de allí, lejos de los neones de Bangkok. Es en lugares como los arrozales de la periferia de Udon Thani donde los líderes rebeldes consiguen el apoyo necesario para desafiar a las élites de la capital, a quienes manejan la riqueza del país y se benefician casi en exclusiva de su desarrollo económico.«Aquí casi todos son "camisas rojas'', aunque no lo digan. La Policía también», dice Thongnart, madre de Patchara. «Soy vieja y no me importa morir luchando». Cuando se le pide que olvide las consignas políticas memorizadas, Patchara enumera las razones de su descontento con más claridad. Primero, el arrozal está cada vez más seco y las ayudas del Gobierno se pierden en una maraña de corrupción. Segundo, el «tuk-tuk» (moto-taxi con triciclo) que compró para sacar un dinero extra da menos de lo que exige la deuda contraída con el banco. Tercero, apenas le llaman para trabajar como peón de construcción por 250 bath (6 euros) por jornada.«¡No se puede vivir como un perro sin ladrar!», protesta su madre.Los problemas de Patchara son cotidianos en Isan, la región más pobre del país y donde viven uno de cada tres tailandeses. Superpoblada, con rentas cuatro veces inferiores a las zonas ricas y sin el atractivo turístico de la costa, la planicie del noreste tailandés es un lugar abandonado a su suerte. Uno de sus pocos reclamos son sórdidos bares de alterne donde turistas sexuales acuden en busca de mejores precios y chicas más jóvenes que en Bangkok. «Me gustaría tener tanto dinero y comodidades como la gente de la capital. Sería justo porque todos vivimos en el mismo país», razona Patchara.La tailandesa no es sólo una lucha de clases, sino también territorial. Cuando a mediados de semana estallaron las revueltas en la cercana Kohn Kaen, ardieron los edificios que tenían algo que ver con Bangkok. Los habitantes del noreste se sienten explotados y víctimas del desprecio de los capitalinos. El sentimiento se refuerza cuando emigran a la gran ciudad: allí tienen que conformarse con los peores trabajos y son relegados a lo más bajo de la pirámide social.La frustración de Patchara, como la de millones en Isan, es caldo de cultivo para discursos populistas, para compras masivas de votos y para el resto de vicios que denuncian las clases medias y altas de Bangkok cuando hablan de los «camisas rojas».
Shinawatra, «el héroe»El hombre más rico de Tailandia, Thaksin Shinawatra, sacó rendimiento de ello. Arrasó en las elecciones con un discurso populista y, de paso, multiplicó su fortuna personal. Aunque varios estudios indican que no supo combatir la pobreza mejor que gobiernos anteriores, alcanzó la categoría de héroe enviando consignas a gente que, desde siempre, se había sentido al margen de la política, prometiendo seguros sociales, subsidios agrarios y becas para estudiar. Todo acabó en 2006, cuando las viejas jerarquías del país movilizaron al Ejército y mandaron a Shinawatra al exilio con un golpe de estado.Desde entonces, la inestabilidad del país no ha hecho más que aumentar.Y es previsible que lo siga haciendo: a Patchara le prometieron que sus problemas tienen solución en los rascacielos de Bangkok. Y él lo quiere intentar. Y como él, otros varios cientos de miles de campesinos.«Queremos Bangkok»En los días anteriores al desembarco en Bangkok, la retórica de los líderes «rojos» fue subiendo de tono al dirigirse a las masas en sus bastiones electorales de Isan. Algunos de ellos prometieron «quemar el país» si los ricos no escuchaban sus exigencias. Otros pidieron que cada manifestante llevase consigo una botella de cristal para llenarla de gasolina en Bangkok. A la vista de lo ocurrido, estos discursos incendiarios (en todos los sentidos) están siendo analizados por el Gobierno de Tailandia y podrían costarles a los cabecillas una sentencia penal.
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