España
La donación de donante vivo (I) por Juan Carlos GARCÍA-VALDECASAS
Como es por todos sabido, recientemente la Organización Nacional de Trasplantes (ONT), con apenas dos décadas de vida, fue galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional, lo que constituye un claro reconocimiento a su labor en pro de la actividad trasplantadora en España, así como en el resto del mundo. El citado reconocimiento trae causa de la infraestructura, sumamente eficaz, que nuestro país ha sabido desarrollar en torno a la actividad trasplantadora, algo que se conoce a nivel mundial como el «Spanish model» de trasplantes; lo que, unido a la generosidad y solidaridad de la sociedad española, ha hecho posible este éxito del que debemos sentirnos todos orgullosos.
Buena prueba de lo anterior viene constituida por la reciente aprobación del borrador de Directiva Europea sobre la Donación de Órganos y Trasplantes («EU Directive on Organ Donation and Transplantation») por parte del Parlamento Europeo. La citada directiva, basada en el modelo español de trasplantes, pretende mejorar los sistemas del entorno europeo. Ello permitirá que países igual de generosos, pero con sistemas deficientes, importen las buenas prácticas made in Spain; cosa que ya han hecho, entre otros, Reino Unido y países iberoamericanos.
Efectivamente, España, a pesar de la corta y reciente historia que tiene en este tipo de Medicina, es líder mundial en lo que a la donación de órganos para el trasplante se refiere. Así, con 34/35 donantes por millón de población (p.m.p.), España es la «envidia» de muchos países del mundo. Nótese que en la Unión Europea la cifra se reduce a la mitad (18,1 p.m.p) y en Estados Unidos en casi 10 donantes por millón de habitantes. Todo lo anteriormente comentado ha permitido que, en un período de pocos años, la asistencia sanitaria española haya pasado a ser considerada, conjuntamente con la francesa y alemana, como una de las más eficaces de Europa.
El porqué
La propia evolución de la medicina unida a los resultados obtenidos en los trasplantes de donante cadáver (si se me permite la expresión) han generado un aumento del número de indicaciones y nuevas necesidades, cada vez más importantes. Así, debe destacarse que la causa de la donación ha cambiado de forma drástica en la última década. Si hace 10 años predominaba el donante joven (p.ej. como consecuencia de un accidente de tráfico), hoy predomina un donante tipo de edad superior a 60 años (p.ej. como consecuencia de un accidente vascular cerebral).
Las repercusiones derivadas de la actual situación son inteligibles: por un lado, los riñones de las personas de avanzada edad nunca tienen la «calidad» que tienen los de los más jóvenes, siendo su funcionalidad tras el trasplante claramente inferior; por otro lado, aunque en el hígado no resulta tan evidente como en el riñón, cierto es que los hígados procedentes de gente de avanzada edad son más susceptibles de ser dañados por agentes externos (e.g. Virus de la Hepatitis C).
Así las cosas y en lo que a la donación renal se refiere, debe destacarse el aumento (logarítmico) que se ha ido produciendo en la proporción de trasplantes realizados con órganos procedentes de donantes vivos, situándose en la actualidad en un porcentaje cercano al 50%. A mayor abundamiento, resulta probado que los resultados con injertos procedentes de donante vivo tienen mejor resultado a largo plazo que aquellos que proceden de donante cadáver (en muerte cerebral).
La situación en relación con los trasplantes de hígado procedentes de donante vivo es diferente por varias razones: (i) A pesar de tener un gran número de donantes, la incidencia de pacientes con indicación de trasplante es claramente superior a nuestras posibilidades; (ii) no existe alternativa terapéutica ni de mantenimiento, lo que supone que el paciente en lista de espera tenga riesgo de fallecer sin llegar al trasplante, y (iii) por último, la intervención en el donante es más agresiva y compleja lo que conlleva, sin duda alguna, un mayor riesgo para éste. Todo lo anteriormente manifestado ha provocado que en España se haya iniciado un proceso de cambio cuya piedra angular reside en el donante vivo, una alternativa cada vez más razonable ante la falta de órganos de «calidad» y los riesgos de que el paciente no llegue al trasplante.
El riesgo
El donante vivo es una persona, por definición, sana. La legislación permite garantizar su seguridad, dentro de lo razonable. Son varios los aspectos que tratan de asegurar la donación y, con ello, al donante. En primer lugar, la legislación actual, que pretende facilitar este tipo de donación, establece normas que garantizan la consecución de un proceso transparente. Dicho proceso finaliza ante el juez encargado del Registro Civil, garante del cumplimiento de las normas jurídicas anteriormente referidas. Con carácter previo, se ha procedido por parte del equipo médico a (i) una evaluación clínica exhaustiva del donante, (ii) un estudio externo de su capacidad psicológica y (iii) por último, un control realizado por parte del Comité de Ética del centro, asegurando la normalidad de todo el proceso.
No obstante, ni las normas jurídicas tendentes a proteger todo el proceso ni la ciencia pueden garantizar una eficacia del 100% respecto de la protección del donante vivo. Desgraciadamente, asociado a cualquier procedimiento quirúrgico existe siempre un riesgo, que puede tratar de minimizarse al máximo pero que nunca podrá ser de cero.
Esta realidad es la que coloca a este tipo de trasplante en una situación de controversia ético-social derivada del propio hecho de «meter en quirófano» (si se me permite la expresión) a una persona sana y de los acontecimientos que le puedan salpicar. A título de ejemplo, traemos a colación el fallecimiento de una periodista (donante) en EE UU alrededor del año 2001. La repercusión mediática que la desgraciada circunstancia acarreó comprometió de forma significativa este tipo de trasplante en el mundo occidental. El riesgo existe, siendo obligación de la Medicina actual reducirlo al máximo con la conciencia de que nunca podrá ser de cero. En la actualidad, el riesgo de fallecimiento de un donante vivo de riñón es del 0,1%, y el del donante vivo de hígado del 0,3%.
Juan Carlos GARCÍA-VALDECASAS
Catedrático de Cirugía de la Universidad de Barcelona y jefe de servicio de Cirugía General y Digestiva del Hospital Clínic de Barcelona
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