Grecia
La quiebra del bienestar
En su provocador ensayo «Homo videns. La sociedad teledirigida», Giovanni Sartori sostiene que la cultura de la imagen instaurada por la televisión empobrece el conocimiento hasta el punto de incapacitar a los personas para articular ideas claras y diferentes. «Mientras la realidad se complica –afirma– las mentes se simplifican y nosotros estamos cuidando a un vídeo-niño que no crece...». Disfrutando de su inmadurez en el reino de la abundancia le ha sorprendido la mayor crisis desde 1929. Tras décadas de un enriquecimiento sin límites. Camino sin vuelta atrás, creía henchido de gozo. Nosotros, que sólo hemos conocido paz y prosperidad. Insólito en esta Europa históricamente desgarrada por guerras y enfrentamientos. Más preocupados estábamos de gozar del paraíso que de cómo conservarlo, cuando la realidad nos ha devuelto una amenaza que creíamos extinguida: el empobrecimiento. Y la certeza súbita de que no necesariamente el futuro siempre será mejor. Dependerá. No de una gracia a la que creemos tener derecho. Dependerá de nuestra voluntad. De que hagamos lo correcto.Porque el problema no es Grecia. Tampoco España. Es el colapso de un modelo. Levantado sobre un analfabetismo político (el bienestar podía mantenerse sine die porque el gobierno siempre está ahí para solucionar nuestros problemas) y una perversión moral (la creencia de que vivir gastando más de lo que se ingresa carecía de riesgos). Todo, alentado por políticos ávidos de ganarse voluntades desde la escuela con promesas generosas en derechos y huérfanas de obligaciones que han arrasado con el principio de la responsabilidad. Y transformado la causa de la libertad.Hasta comienzos del siglo pasado, la libertad se abría camino a medida que el poder reconocía a la ciudadanía derechos básicos: reunión, asociación, sufragio… El énfasis no radicaba tanto en el derecho como en la libertad, que garantizaba una autonomía individual frente a las injerencias del poder. Por eso se habla de derecho a la libertad de opinión o derecho a la libertad de prensa. Estas libertades clásicas tenían tres características comunes: eran iguales para todos, su ejercicio no arrebataba la libertad de ningún otro individuo y contenían al poder político porque exigían su no intervención. Pobreza o bienestar eran consideradas una consecuencia de los avatares de la vida. Se hallaban al margen de la acción legislativa. «Tú mismo te has forjado tu ventura», decía el inolvidable verso de Cervantes. La progresiva apertura del gobierno democrático a la participación del pueblo mediante la extensión del sufragio y el miedo al socialismo transformó la realidad. La idea del gobierno paternalista se impuso a la de garante del marco político dentro del cual los ciudadanos pueden cuidar de sí mismos. La democracia dejó de ser cortafuegos al avance del poder. Se transformó en un estímulo para su intervención. A mitad del siglo XX, las aspiraciones a una vivienda digna, a la sanidad y educación gratuita, etc. se convirtieron en derechos que el Estado debía satisfacer. Aunque conllevaran un coste que alguien debía pagar. Se invirtieron entonces las tres características de las libertades clásicas: el derecho dejó de ser igual para todos, su disfrute implicó que otra persona fue obligada a pagar por él y el papel del poder público se expandió, porque sólo él puede coaccionar a los ciudadanos para recaudar los ingresos indispensables para financiar la necesidad transformada en derecho. Estos derechos «sociales» también son diferentes a los antiguos en un punto fundamental: la responsabilidad individual. Cuando compro una casa, tengo un derecho sobre ella si cumplo con la responsabilidad de pagarla; y el vendedor tiene la responsabilidad de entregarme las llaves y el derecho a cobrar por ello. En los nuevos derechos, quienes lo disfrutan no están obligados a nada. Vuelven a exigir otros en cuanto surge nueva aspiración o necesidad. Y así sucesivamente. En una demanda sin fin que los socialistas de todos los partidos se aprestan a saldar a cambio de los votos con los que poder seguir ensanchando su régimen clientelar.Es lo que algunos llaman Estado del Bienestar. Por haberlo llevado al extremo de convertir cada contingencia vital en un derecho que otro debe pagar, ahora está al borde de la quiebra. Precisamente cuando nuestras sociedades ya llevan inscrita en su ADN la convicción de que el Gobierno es responsable del bienestar de todos los ciudadanos y tiene la obligación de solucionar sus problemas. Advirtió Tocqueville: «El gobierno trabaja de buena voluntad por la felicidad de sus ciudadanos, pero decide ser el árbitro exclusivo de esa felicidad; les garantiza su seguridad, prevé y compensa sus necesidades, facilita sus placeres, gestiona sus principales preocupaciones, dirige su actividad, regula la dejación de propiedades y subdivide sus herencias: ¿qué queda sino librarlos de todo el trabajo de pensar y de todas las dificultades de la vida?». Parece que así queremos seguir, gobernantes y gobernados. Pero no sabemos cómo pagarlo porque la cultura del gratis total ha saltado por los aires mientras la televisión sigue acunando en su realidad virtual a un niño que no crece.
Director de Informativos de Telemadrid
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