Grupos

La bomba sin nombre

La Razón
La RazónLa Razón

La otra mañana vi un curioso documental sobre las ferias de armamento donde contaban, por ejemplo, las peripecias del ministro de la Guerra francés tratando de venderle a Libia un par de aviones, unos carros de combate, un paquete de misiles y bagatelas semejantes. El señor Sarkozy se acercaba a la feria, que podía ser como la del automóvil, el ganado o mobiliario internacional de oficina, a dar su apoyo a la comisión, y daba gloria ver al presidente posando colgado de una ametralladora articulada, poniendo cara del pistolero más rápido del Mediterráneo, con una expresión de felicidad que le impedía gozar de otra cosa que no fuera de la prepotencia del don del gatillo. Parecía que había encontrado su vocación atávica por la que un hombre de su talla se dedica en el fondo a gobernar. A nadie extrañaría que por las noches ponga una manzana en la divina coronilla de Carla Bruni y le dispare con una ballesta para practicar la puntería.
Supongo que es evidente a estas alturas que el negocio bélico se autoalimenta a sí mismo. Primero se fabrican las armas y luego se busca darles uso. El efecto disuasorio sólo produce un atasco en el flujo comercial. Hoy en día, sin ir más lejos en las afueras de Trípoli, cuando caen las bombas casi da igual que digan «¡Oh, la, lá!», «¡Oh, sole mio!» u «¡Olé mi niño!», si cumplen su labor para despanzurrar a quien pasaba por ahí. Con sus efectos colaterales y muerte de civiles que no existe, pero que haberla, hayla. Y lo peor es que el eterno Gadafi, ese pelma que planta sus jaimas para que le besen los pies, con las bombas que tiran los fanfarrones se hace tirabuzones, mirando al mar, compartiendo cuna las suyas con las del enemigo (Zapatero dice que nosotros le hemos vendido poquitas, gran forma de curarse en salud), en un concierto para Kalashnikov y orquesta que habrá que ver cómo termina. A lo mejor con Berlusconi haciendo de buen amigo y metiendo a Gadafi en la jaula de Gran Hermano.