Estreno

EL HOTEL DE LOS FANTASMAS

La Razón
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Difícil saber en qué mundo habitamos. Se acerca una inundación. ¿Estamos en un hotel? El fantasma de una mujer come las entrañas de un perro en un rincón del encuadre (en la imagen). Y, sin embargo, la sensación de catástrofe es plácida, no parecemos correr peligro, no hay tensión en el ambiente: el sonido de una guitarra, ensayando una bella melodía de aroma español, lame cada esquina del plano con una luz conciliadora, armónica. Lo que importa en «Mekong Hotel», el regreso a Cannes (fuera de concurso) de Apichatpong Weerasethakul después de ganar la Palma de Oro con la majestuosa «Uncle Boonmee», es el misterio. Intentar describirlo es traicionar lo que las imágenes hacen visible: el encuentro entre dos mundos, la experiencia de un intervalo donde las dimensiones del espacio y el tiempo se difuminan sin traumas. Y lo que se difumina, también, es la frontera entre lo real y lo cinemático. «Mekong Hotel» es, en cierto modo, un «making off», un documental de lo que podría haber sido una película titulada «Ecstasy Garden», que Weerasethakul escribió hace varios años. El filme es, entonces, un borrador, los apuntes al natural de un Cézanne oriental, que se lleva a su equipo de rodaje al Hotel Mekong, situado a las orillas del río en la frontera entre Tailandia y Laos. Y la película es, en efecto, fronteriza: cuando un chico y una chica coquetean de espaldas al espectador, no sabemos si la escena forma parte del ensayo o es un tiempo muerto entre tomas. Weerasethakul se instala en el límite de las cosas para contemplar un universo en disolución, en el que el cuerpo de los intérpretes y el de los personajes coinciden en una dimensión fantasmática. El «Mekong Hotel» es un nuevo Marienbad: la rigidez especular del balneario imaginado por Resnais y Robbe-Grillet deja paso a la versatilidad orgánica, proteica, de un universo sensible, romántico y bucólico, que no se parece a ningún otro, pero del que no hay escapatoria.