Hamburgo
Memorias históricas por Cristina López Schlichting
En un pueblo entre Ucrania y Polonia hay un hombre viejo que huyó a los bosques a los ocho años, siendo apenas un niño. Cuando los soviéticos deportaron a sus padres, permaneció en los montes, solo, hasta los veinte años. Mi amigo Roberto Abitbol acude este mes de agosto a una boda en ese lugar y me ha prometido traerme el testimonio de quien, en plena infancia, supo sobrevivir a los lobos, las ventiscas y la soledad. Durante años he coleccionado historias de supervivientes, casi como una extravagancia periodística. Las hay personales, de quienes han estado treinta años en campos de concentración o se han salvado de milagro de un fusilamiento masivo en los Balcanes, ocultos bajo la pila de cuerpos de sus parientes. Y las hay generacionales. De estas últimas me llegaron algunas de primera mano. Mi abuelo Faustino se crió en un hospicio de Albacete, en el que le negaban el agua por la noche para que no se mease. Pasaba tanta sed que chupaba los barrotes de metal de la cama. Llegó a Madrid con un baúl y un sombrero…y mi abuela confesaba, muerta de risa, que el baúl estaba vacío. En el Madrid de la posguerra se cocinaban los gatos, de puritita hambre, y ella trabajó fabricando sobres de papel; él, de corrector en un periódico. Los había que lo tenían peor: mi tío Eladio andaba escondido, porque había sido condenado a muerte varias veces por hacer propaganda comunista en la guerra. La familia se las arregló sin arredrarse. En el seminario de Madrid, entretanto, se formaban jóvenes como mi buen amigo Jesús Haro, que confiesa que comía todos los días legumbres agusanadas y, por la noche, «a veces, alguna sardina». Dice Jesús que nunca, en todos sus años de seminario, se sació realmente. Y en la otra punta de Europa, los alemanes no lo pasaban mejor. Mi abuela Käte perdió a su novio en la Primera Guerra Mundial. Contaba que apenas quedaban hombres en el país tras la contienda. Se casó con mi abuelo Klaus, que era tuerto y había tenido que permanecer en la retaguardia… y en la Segunda Guerra Mundial ellos, que habían votado siempre al socialismo en Hamburgo, tuvieron que sufrir que Hitler movilizase a su único hijo varón y lo enviase a la muerte. Ahora que andamos desmoralizados y sin horizonte, que nos parece que la tierra tiembla bajo nuestros pies, conviene recordar estas memorias. Todos venimos de gente recia que se hacía alpargatas con esparto o neumáticos; que emigraba al fin del mundo si era preciso; que pasó hambre muchas veces. Y las historias que nos contaron quedaron olvidadas hasta hoy, en que tal vez tenga sentido recordarlas. Porque estamos lejos de ver morir de hambre a nuestros hijos o ver caer a los mejores en el frente, de mil en mil. Así que seguro que podemos sacar fuerzas de flaqueza.
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