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Cadáver precintado por José Luis Alvite
Mi amigo el ex boxeador Ángel Grela fue siempre un tipo rudo y animoso, también un sentimental que se lavaba las manos después de dar un golpe por miedo a que conservasen como un remordimiento el recuerdo del dolor causado. Hablé unas cuantas veces de él. Fue campeón de España de los semipesados con un historial de muy pocos combates, librados siempre con tosca elegancia gracias a que sus golpes eran una mezcla de temeridad, wolfram y mala caligrafía. Del dinero que consiguió con sus peleas disfrutó casi con gula al instante de ganarlo, como si no estuviese seguro de despertar a tiempo de verse en el espejo por la mañana la cara con su cadáver. Él nunca me lo dijo, pero me consta que su fortaleza física oculta aun ahora la sensibilidad de un luthier disimulada con el tacto más elemental de un ebanista, la delicada actitud de un tallador de diamantes camuflada con la brusquedad resolutiva de un cerrajero. Es áspero por fuera y mullido y acogedor por dentro, como el mero a la sal que hace años almorzamos juntos en aquel restaurante a media hora de Compostela en el que me dijo que en su palmarés de boxeador no había grandes cosas, ni momentos que fuesen de verdad memorables, pero que estaba orgulloso porque no recordaba haber dado con sus manos un solo golpe cuyo único estropicio no fuese malograr en su pulso la letra primeriza de la escuela, la caligrafía bautismal con la que recuerdo que me escribió de madrugada en los garitos algunas notas en las que sólo eran legibles las dobleces. Ahora vive a salto de mata, acosado por los juicios, diezmado por los embargos. Ni siquiera sabe que cuento cosas de él. Vivió algunos años en un apartamento en el que la luz de las bombillas parecía lija amarilla. Sólo le preocupaba la idea de despertar en el interior de un cadáver precintado.
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