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Soles y no estrellas

La Razón
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Confieso que una de las ocupaciones que, incluso cuando era estudiante de Derecho, siempre supe que no eran para mí fue la de juez. Mientras algunos de mis compañeros parecían decididos a dedicarse a impartir justicia como el que reparte cubatas, yo había llegado a la conclusión de que en la carrera judicial se debían dar cita virtudes que me consta que no tengo. Después pasé los suficientes años –más de una década– vistiendo la toga del letrado como para aprender sobradamente que el juez eficaz no anda perdiendo el tiempo ante las cámaras ni suscribiendo manifiestos del más diverso pelaje ni dejándose cortejar por los políticos (o cortejándolos) sino que se dedica, de manera tenaz e incansable, a esclarecer la verdad para, acto seguido, aplicar puntualmente la ley. Lo suyo es reunir y sopesar indicios, escuchar a las partes, escudriñar documentos, no dejarse enredar por los letrados e ir reconstruyendo milímetro a milímetro la realidad. Precisamente por eso, la figura del juez estrella siempre me ha causado un profundo resquemor. Comencé a desconfiar de Garzón desde el momento en que estudié algunas de sus actuaciones como juez de instrucción y mi rechazo rayó lo absoluto cuando vi cómo pasaba por la política de partido para luego brujulear por los más diversos derroteros incluido el del «No a la guerra» o el de la mal llamada memoria histórica. No me sorprende lo más mínimo que haya terminado judicialmente donde anda en estos momentos. Tampoco ha sido santo de mi devoción algún otro juez que lo mismo luce sus melenas al viento como si fuera el Adamo de con el corazón en bandolera o que, ciertamente, no tiene un pelo de tonto a juzgar por la acumulación de recompensas, pero que se olvidó de que hay un caminito que lleva a Jerez. Todos ellos me han ido decepcionando gravemente con el paso del tiempo quizá porque hay situaciones en las que no debe incurrir nunca un juez ya que son tan peligrosas como las noches de luna llena para un hombre lobo. Precisamente por eso, he ido sintiendo una admiración creciente ante dos mujeres que están demostrando lo que, a mi modesto entender, significa ser juez. Me estoy refiriendo a la juez Cillán que se ocupa del procedimiento contra Sánchez Manzano, jefe de los Tedax durante el 11-M, y otros y de la juez Alaya que investiga el asunto de los ERE fraudulentos de la Junta de Andalucía. A diferencia de lo que me pasaría con Garzón y algunos otros jueces estrella, sería incapaz de reconocer a cualquiera de ellas si se me cruzaran por la calle por la sencilla razón de que no chupan cámara ni llenan las páginas de papel impreso con su rostro. Más bien, tengo la impresión de que se chupan jornadas interminables ante cerros de documentos y llenan sus horas de meticulosa labor. Para el ciudadano de la calle es posible que sean dos perfectas desconocidas, pero, en un caso, está haciendo realidad la última esperanza de que las víctimas del 11-M lleguen a saber la verdad y, en el otro, está demostrando que no puede haber impunidad para los que desvían el dinero de los menesterosos a fin de favorecer a amiguetes y familiares en una gigantesca trama de corrupción. Porque ellas no son estrellas. Son unos soles.