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El paciente inglés

La Razón
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La buena crianza inglesa desaconseja hablar públicamente de religión, sexo o política. Y eso es lo que ha hecho en Bruselas el primer ministro británico, David Cameron, hablando exclusivamente de sus intereses, de los de Whitehall y la City. Cuando cayó el veto gaullista a Reino Unido, Londres explicó que entendía la Unión Europea como un club donde todos pudieran hacer buenos negocios. Es demasiado recurrente eso de que cuando cierra la niebla en el Canal de la Mancha los ingleses suponen que el continente ha quedado aislado. También se dice al revés, aunque con mayor propiedad. Los euroescépticos no habitan sólo en Gran Bretaña y pese a la hosquedad física y verbal de Sarkozy y el silencio ruidoso de Angela Merkel, Cameron está recibiendo los reproches de su socio gubernamental, el «centrista» Nick Clegg, por haber ido demasiado lejos con el veto. Pero Cameron no tiene que salvar al euro, sino sostener la libra esterlina, y no está seguro que una crisis de deuda soberana se alivie siquiera con más deuda.
Inglaterra disfruta de su singularidad insular y tiene miedo de que le hagan circular por la derecha. Sin embargo, no son más extravagantes que los húngaros. Se van por Dunkerke pero luego vuelven por Normandía. Con los nazis en París, Churchill ofreció una sola nación anglofrancesa. También se dice que de lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso: el Paso de Calais. David Cameron no ha estado excelso dando un portazo en Bruselas cuando la UE está más debilitada y acosada, pero tampoco ha hecho el mequetrefe del seguidismo pasivo del eje franco-alemán. No está con los conservadores bárbaros que exigen un referéndum para salirse de Europa. Los ingleses saben que extramuros habrá menos crecimiento, más paro y marginalidad. Lo de Bruselas es de amantes despechados.