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El pimiento de oro

La Razón
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Camps tiene en su casa un pimiento de latón sobredorado engastado en una pieza de cuarzo rosa. Yo tengo otro, y eso nos une. Cuando lo conocí, brillaba, literalmente. Él, no el pimiento. Refulgían sus ojos de árabe, centelleaban los dientes en la piel morena, destellaban sus trajes. Menudos trajes, doy fe. Francisco Camps no es alto, pero cuando los invitados hacían círculo para saludarlo se empequeñecían a su paso arrolladoramente simpático, raramente poderoso. Los señores se inclinaban un poco, halagados; las señoras se hacían de mantequilla. Luego ha resultado que los trajes eran el del amiguito el alma, qué historia tan bonita. Yo no creo que Camps sea un chorizo. Pienso lo mismo que Esperanza Aguirre, que no ha aprovechado la política para lucrarse. Y hay muchos indicios positivos sobre su persona. Tiene una familia unida que le quiere, a ver quién puede presumir hoy de eso. Tiene un mundo de votantes fidelísimos. Tiene un partido que ha aguantado a su lado la presión hasta que no se ha podido más. Pero parece que, en la época de las vacas gordas, cuando en Valencia a todo famoso, famosete o mediopensionista le caían relojazos, «chaneles» o «guccis», le echaron reyes también. Ahora veo a Camps en la tele desquiciado y canoso, desencajado y con la mirada errática. Seguramente está bastante solo. Supongo que, retirada la peana, huyen los que adoraron al santo. Así es el siglo. Memento. Supongo que, al menos, Paco Camps conserva en una vitrina ese pimiento de oro clavado en un campo de cuarzo que nos dieron a ambos en Murcia. No era de oro, pero tampoco llevaba trampa.