Literatura

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Aliento literario (I) por José Luis Alvite

La Razón
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De niño fui un lector voraz y desordenado. Recurría sin criterio al libro que estuviese más a mano, sin importar que fuese Shakeapeare, Salvador Rueda, una novela de Zamacois o un sainete. Eran sobre todo libros que mi padre había heredado del suyo y a veces salían de sus páginas unas invidentes larvas albinas. En el caso de no haber extraído alguna enseñanza de aquellas lecturas, al menos habría alguna posibilidad de que me aficionase a la entomología. Después de aquel intenso y desordenado tiempo de lectura devolvía el libro a su estantería, bajaba a la calle y jugaba al fútbol con un entusiasmo también voraz. Desde entonces dudé durante algún tiempo entre inclinarme por la erudición o vivir mis propias experiencias. Al final opté por alejarme de los libros y establecer mis propios criterios sobre la base de que no me influyese ningún texto que no fuesen los que yo hubiese escrito con mis propias experiencias. Me aterraba la idea de parecerme a aquellos eruditos catarrales y sedentarios que se pasaban el día sentados al lado de la estufa y conocían la vida por los libros de otros y por asomarse de vez en cuando a una ventana encuadernada de seborrea. No me parecía que un hombre pudiese tener un estilo propio sin haber puesto la literatura por detrás de sus errores y sus vicios. Hacían ilustrados y retóricos retratos de la feminidad, pero sus textos –asépticos, artificiosos y teóricos– nunca resultaban tan vibrantes y creíbles como serían si hubiesen descrito a una mujer después de haber metido la boca entre sus piernas. No digo que aquellos escritores a los que leí de niño careciesen de sabiduría y de intuición. Si me alejé de su manera de entender la literatura fue porque pensé que para describir a una mujer lo mejor es que entre a tu cabeza el cerebro de la suya y regurgite en tu boca el aliento pecuario de su vagina.