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Ataúd de seda por José Luis Alvite
Que a muchos nos gustan los temas relacionados con el hampa, es algo que no admite discusión. Hay en la naturaleza humana una especie de inclinación irresistible hacia los asuntos relacionados con el crimen organizado. En privado encontramos tentador aquello que repudiamos en público para no parecer amorales, del mismo modo que los hombres nos casamos con la chica buena solo porque nos avergüenza dejar al descubierto la duda de que en nuestra conducta los vicios pesen más que los estudios. Por esa falta de sinceridad social nos consolamos de nuestra cobardía viendo la saga de «El Padrino» o disfrutamos en el salón de casa con esas películas de Scorsese en las que resulta tan agradable la malicia, tan decente lo inmoral y tan tentadoras las vidas turbulentas y miserables de esos personajes crueles y resolutivos, en el fondo tan cabales, que creen que el de matar a un tipo en la calle es un trabajo exigente y minucioso cuyas consecuencias morales se esfuman tan pronto el detergente del barrendero dispersa la sangre de la acera. Parece que si ejecuta con profesionalidad y cierta entereza, a veces el crimen no es más que una horrible y expeditiva variante de la sinceridad, la sutil destilación casi literaria de las sobrecogedoras ocurrencias que muchas personas tienen en privado. A los seres humanos lo que nos aparta del crimen no es siempre una cierta reserva moral, sino la falta de vocabulario. Por eso observamos la degeneración y el placer desde la distancia de la lectura o sentados en la sala de un cine. Y al cerrar el libro, o al salir del cine, nos damos cuenta de que lo que de verdad hace apasionantes a los tipos del crimen organizado es la evidencia de que la bata de casa les sienta a veces como un delicado ataúd de seda.
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