Londres
Londres a sangre y fuego
Con estupor e indignación asiste la sociedad británica al estallido de violencia, pillajes e incendios que tuvo su origen en Londres el pasado sábado, que se cobró ayer una segunda víctima y que se ha propagado a otras ciudades como Birmingham, Leeds, Liverpool, Bristol, Nottingham o Manchester. La gravedad de los disturbios ha obligado al primer ministro a cancelar sus vacaciones, a convocar de urgencia el gabinete de crisis y a decretar una movilización sin precedentes de las Fuerzas de Seguridad, con un despliegue de más de 16.000 policías. Prácticamente todos los ámbitos sociales se han visto afectados, desde la suspensión de un partido de fútbol de la selección inglesa, hasta la actividad del Parlamento. Nada semejante se recuerda en Londres desde hace 30 años. Y tal vez por eso nadie sabe a ciencia cierta, ni siquiera la Policía, a qué obedece esta llamarada de furia y vandalismo, mezcla de supuesta ira social y delincuencia pura y dura. Tampoco los políticos han sabido explicar hasta ahora lo que está sucediendo y lo único que ha diagnosticado la oposición laborista es que «no son disturbios políticos, sino pillaje». De la misma opinión es David Cameron: «Lo que está ocurriendo es pura y simple criminalidad a la que hay que enfrentarse y derrotar». Sin embargo, tales afirmaciones no explican por qué unos simples delincuentes han podido poner en jaque a toda una ciudad como Londres ni cómo es posible que hayan actuado coordinados a través de mensajería móvil y saltando como una plaga de langostas por diferentes barrios y ciudades. Aunque es prematuro sacar conclusiones y sería ridículo aplicar a los vándalos una presunción de inocencia que ellos mismos se han encargado de desmentir, sí existen ya algunos datos contrastados sobre los que conviene reflexionar. En primer lugar, sorprende la masiva presencia de adolescentes entre los alborotadores. También es muy relevante el protagonismo de nuevas redes sociales cuyo uso escapa al control policial. Otro dato irrebatible es la tardía reacción de los gobiernos municipal y nacional, que fueron incapaces de calibrar, primero, el alcance de los disturbios, y de proteger, después, a la población. En este punto, es digno de subrayar que la mayoría de los afectados son pequeños comerciantes de origen inmigrante, lo que sin duda elimina el supuesto agravio racista o xenófobo que algunos se apresuraron a entrever a raíz de la muerte a manos de la Policía de un delincuente de raza negra. Asistimos, por tanto, a unos sucesos complejos y si bien no es la primera vez que Londres sufre la violenta agitación de sus barrios más marginales (en las décadas de los 80 se registraron hasta media docena de grandes batallas campales), ahora han entrado en juego elementos novedosos que no encajan en los esquemas tópicos. Lo que sí es cierto es que el modelo multiculturalista, del que hacen gala los británicos como el más adecuado para la integración de los inmigrantes, también presenta graves carencias, y lejos de asimilar a las segundas y terceras generaciones, el tejido social se rasga y crea guetos y submundos paralelos que se convierten en ollas a presión.
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