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Inteligencia y ferretería (III) por José Luis Alvite
A veces la filosofía no es capaz por sí misma de prender en la opinión pública y entonces surgen los nacionalismos que reclutan a su clientela gracias a una cierta y sórdida habilidad para convertir en pensamiento algo que en realidad es sólo una patología. La derrota germana en la I Guerra Mundial había sumido en la pobreza al pueblo alemán y Hitler aprovechó el caos para culpar a dos enemigos con los que sería irreconciliable hasta la muerte: comunistas y judíos. Contó además con la permisividad de Francia y Gran Bretaña, con la indiferencia aislacionista de los EEUU y con la fidelidad entusiasta de un pueblo al que fue fácil inculcarle la idea de que cuando los dioses no son propicios para sacudirse la miseria, hay que apoyarse en la industria. En la teología hitleriana la redención no pasaría por la expectativa de Dios, sino por la fe en la siderurgia. Anticlerical hasta la médula, Hitler estructuró su ideario y sus planes de expansión sobre la base de creer que para la redención alemana no habría una sola oración que fuese más eficaz que un cañón fabricado con el acero del Ruhr. El discurso del Führer no estaba estructurado sobre ideas sutiles, sino sobre conceptos rudos como remaches. Por eso mientras británicos y franceses recurrían a la diplomacia, Hitler decidió confiar ciegamente en la capacidad metalúrgica de Alemania. En apenas un año de exultante belicismo se plantó en París y controló el continente. El mundo quedó atónito. Aquel tipo obsesivo y sobreactuado había paseado su cabalgata de tanques por Europa y miraba hacia Inglaterra con actitud amenazante. Entonces los aliados se dieron cuenta de que el nacionalismo no era una ideología, sino una enfermedad mental. Y comprendieron que sólo podrían derrotarlo en el caso de que mezclasen en las dosis adecuadas la rabia, la razón y la aviación de bombardeo.
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