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A los de Álvaro

La Razón
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Me sale decírselo. A los de Álvaro Ussía. A su madre, sus hermanos, sus tíos y primos. Estarán pasando unos días pésimos y nublados. Los juicios son así. Abren heridas anestesiadas, nunca cicatrizadas. Me sale decirles que están actuando con una elegancia y un respeto impropios de los días de hoy. Jamás la venganza, siempre la justicia. Y que la Justicia – ahora con mayúscula–actúe y decida sin presiones, sin aspavientos en los medios de comunicación y sin juicios paralelos. Les han llovido ofertas de los programas basura. No sólo a ellos, a su familia, sino también a sus amigos. Y han tenido la buena educación –como era de suponer–, de no gastar ni un segundo de sus vidas en rechazarlas. Las han despreciado, sencillamente.

Somos parientes y no tan lejanos. Los conocí después de la tragedia, y los quise como si nos hubiéramos tratado con asiduidad toda la vida. En su casa se respira un profundo cristianismo. Las familias educadas –y lo siento mucho, la nuestra lo es–, saben medir por cortesía a los demás la expresión de sus sentimientos. Se llora a solas, y nunca en público. Se sufre en la soledad, en privado. En el caso de la familia de Álvaro me impresionó la prontitud del perdón. Ni una palabra más alta que la otra, ni un sentimiento de revancha. Y estuve con ellos cuando se abría la puerta del salón de su casa y Álvaro podía haber entrado con su natural sonrisa. Lo acababan de enterrar y ya hablaban del perdón.

Se han resistido a protagonizar una tragedia desde su pena y su drama. No quieren ser protagonistas de nada. Desgraciadamente, el único protagonista de su tristeza es el recuerdo de un hijo, de un hermano, de un sobrino, que una noche no pudo volver a casa. Entiendo la labor y la obligación de los abogados defensores de los tres porteros acusados. Darle la vuelta a los hechos en beneficio de sus defendidos. Mentir incluso, que lo han hecho durante el juicio. Pero se trata de un caso claro por sus muchos testigos. Álvaro Ussía murió machacado por la chulería de unos porteros matones. No lo ha dicho su familia. Lo digo yo. En su casa, durante estos días, sobrevolará más doloroso que nunca el recuerdo imborrable de Álvaro. Y ante un arranque de rabia, o de ira, o de deseo de venganza, se rezará. Todo esto le puede causar risa a los que se burlan de la misericordia y el perdón. Pero esa ejemplaridad se da en casa de Álvaro Ussía un día sí y el otro también, con tanta hondura como naturalidad.

Me confesaba Beatriz, su madre, que nunca había creído en el dolor físico del alma, del ánimo. Y que duele con desgarro, a dentelladas. El dolor para toda una vida, que ni se cura, ni se duerme, ni se alivia. Ahí tienen ventaja los que creen en Dios. Y en esa casa admirable se cree sin complejos ni prudencias. Ese silencio, esa buena educación y ese respeto a la justicia humana – otra cosa es la divina–, son consecuencias de una formación compacta y del amor que sólo procura la unión de una familia. Eso, la familia, el objetivo a derribar por los nihilistas y los fundamentalistas del odio anticristiano. Álvaro Ussía fue feliz porque vivió en el seno de una familia unida, la que hoy le llora y le reclama, lejos del odio y la venganza.

Se lo tenía que decir a los de Álvaro. A los suyos, tan valientes, tan admirables. Y se lo escribo con el orgullo de compartir las raíces y el apellido.