Copa del Rey

Barcelona

Sin confundir

He recibido toda suerte de llamadas y airadas reacciones acerca del final del artículo que escribí al término del partido Real Madrid-Barcelona. Por vez primera, me han llamado «antiespañol», lo que todavía me tiene confundido.

La Razón
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Finalizaba así: «Pero no hay que regodearse en la pocilga. El Madrid ha perdido por sí mismo y a los madridistas sólo nos queda la esperanza del Manchester». Un cínico seguidor del «Barça», nacionalista, me agradece que haya reconocido con estas palabras que España, Cataluña e Inglaterra son tres naciones diferentes. No. España e Inglaterra lo son, pero Cataluña es España, y el «Barça» es un club español que juega la Liga de Campeones por ser, precisamente, el campeón de la Liga española.

La rivalidad es así. El noventa y nueve por ciento de los aficionados del Barcelona quieren que pierda siempre el Real Madrid. Y a los madridistas nos sucede lo mismo. Un bético disfruta más con la tristeza sevillista que con un triunfo del Betis, y el sevillista, lo mismo de lo mismo si el derrotado es el Betis.Entre el Inter y el Milan, o entre el Manchester y el Liverpool, los sentimientos de tribu están muy por encima de la nacionalidad común de sus equipos. Creo que pocas veces he disfrutado más en mi vida de aficionado al fútbol que con la derrota del «Barça» en la final de la Copa de Europa de Sevilla, humillado en los penaltis por un equipo menor como era el Steaua de Bucarest.

Y a los aficionados culés, el Real Madrid les ha proporcionado en los últimos años muchas alegrías y satisfacciones con sus fracasos. River Plate odia al Boca Juniors, y viceversa. Ni los forofos de uno y de otro dejan de ser, por ello, argentinos. Lo demás es lugar común, y cursilería de corrección política. A quien escribe le divierte que pierda el Barcelona hasta al ajedrez, si es que cuenta con esa sección tan interesante y aburrida. No me sucede lo mismo con el Atlético de Madrid, al que mucho admiro por su especial personalidad.

Pero si desean asistir –ahora es imposible porque pertenecen a distintas divisiones–, a un partido en el que la violencia en el público se puede tocar con los dedos, acudan cuando se celebre, a un Sporting de Gijón-Real Oviedo. Y no se queda atrás el Athletic de Bilbao-Real Sociedad, si bien estos en las últimas décadas se han dedicado más a ayudarse mutuamente que a resolver sus tradionales pendencias entre vizcainos y guipuzcoanos.

El Real Madrid y el Barcelona se respetan, se temen, se admiran y se aborrecen, y el que niegue el aborrecimiento mutuo no sabe de qué va la cosa. Nada tiene que ver con la nación común, la españolidad o el catalanismo. Aún confío –es un decir– en que se produzca un milagro en el Camp Nou y el Real Madrid consiga dar la vuelta a la eliminatoria. Dificilísimo, pero no imposible. Me reafirmo en mi deseo. Si el milagro no tiene lugar, todas mis simpatías se ubicarán en el entorno del Manchester United, y me sentiré más inglés que el padre de Kate Middleton.

Por otra parte, el «Barça» es un club con millones de seguidores en España que aceptan la distancia, y hasta el desprecio, que el Barcelona establece respecto a los símbolos de España, y por ello, mi eventual condición de inglés es perfectamente respetable. En Barcelona sucede lo mismo y nadie se escandaliza. Pondré un ejemplo para aclarar las cosas. Soy español, y amo a Cataluña y Barcelona. Pero al «Barça» no. En mis sentimientos, el «Barça» ocupa un lugar preferente en la lista de desafectos. Y el que se pique o Piqué, que se rasque.