Berlín
El fin del modelo occidental por José María Marco
Tras el terrible atentado y las guerras posteriores, EE UU no parece capaz de ser el democratizador universal ni la democracia liberal el ejemplo a seguir, sino sólo uno más de los modelos posibles
Los ataques del 11-S, hace hoy diez años, acabaron con la ilusión que se había abierto paso tras la caída del Muro de Berlín, doce años antes. Aquella ilusión la resumió el título de un libro muy popular entonces. Había llegado «el fin de la Historia» y con él el acceso de la humanidad a un grado superior de convivencia.
En las ruinas de las Torres Gemelas y de un ala del Pentágono quedó sepultado aquel mundo. La violencia volvía de nuevo como un instrumento político, y lo hacía a lo grande. En realidad, la opinión pública y los gobernantes habían preferido ignorar los avisos anteriores. Ante el 11-S no había forma de mirar hacia otro lado. La cuestión de la seguridad, que había desaparecido del primer plano en la década de los noventa, volvió a ser prioritaria.
Después de Estados Unidos
La espectacularidad del 11-S le otorgó el rango de auténtica declaración de guerra. Así fue entendido por el presidente Bush y por su equipo. Algún eminente miembro del grupo «neoconservador» llegó a hablar entonces de la cuarta guerra mundial, después de la Guerra Fría y de las otras dos, más convencionales.
Fue una cuestión polémica, porque daba a la lucha antiterrorista una dimensión política y estratégica que muchos pensaban que no debía tener. Había un nuevo enemigo, efectivamente, dispuesto a utilizar la violencia indiscriminada a una escala nueva, pero no se trataba obligatoriamente de un enfrentamiento bélico tal como hemos venido entendiéndolo. A pesar de la oposición, la Administración Bush optó por la línea bélica.
Esta opción, según sus defensores, ha hecho posible que Estados Unidos no haya vuelto a sufrir ningún ataque más y que Al Qaida esté acorralada en muchos países. También llevó a la invasión de Afganistán y luego a la de Irak. Y llevó a proclamar la victoria cuando cayó el régimen de Sadam Hussein. Luego se pudo comprobar que la «guerra», a pesar de los éxitos iniciales, se prolongaba. La relativa unanimidad de los primeros momentos dejaba paso al cansancio. Una vez más, y con más fuerza aún que en los 70, se corroboraba la lección de Vietnam: es difícil hacer una guerra transmitida en directo a la opinión pública de países democráticos.
El cansancio de la opinión pública norteamericana, que se sumó a la desconfianza de buena parte de los países europeos, ha llevado a una nueva posición, que recupera el «realismo» previo al 11-S. La llegada de Obama al poder significó la vuelta a posiciones menos beligerantes, y también menos idealistas. El compromiso norteamericano en el exterior tendría a partir de ahí menor intensidad. El objetivo se ha alcanzado sólo a medias. Obama fijó fechas para la retirada de Irak y de Afganistán, pero no ha podido cumplir todos sus compromisos en ese sentido. Guantánamo no ha desaparecido, por ejemplo, y la muerte de Ben Laden resulta difícil de entender sino es como una acción de guerra.
Un nuevo modelo
A diez años vista, en cualquier caso, el ataque a Estados Unidos resulta hoy el preludio de una nueva situación, en la que la única superpotencia que quedó tras la Guerra Fría no parece capaz de asumir una misión democratizadora universal. Incluso ha renunciado a su vocación de ejemplo. El imperio norteamericano, imperio benigno y benefactor donde los haya habido, habrá durado un siglo, y hoy es moneda corriente oír hablar del mundo después de Norteamérica.
Aparte de las consecuencias de toda índole que se deducen de esta nueva situación, aparece una nueva pregunta. ¿Sigue siendo la democracia liberal, tal como la encarnó Estados Unidos y los países europeos –Occidente, en una palabra–, un modelo para el resto del mundo?
Lo que llamamos crisis económica, desde el 2008, ha acelerado la tendencia. Al empobrecer a las economías occidentales y aumentar el progreso en las economías llamadas emergentes, queda puesto en entredicho nuestro modelo político y económico.
Ni Rusia, ni China, ni Turquía resultan homologables con las democracias liberales a la occidental. Ninguno de estos países tiene empacho alguno en proclamar la legitimidad de sus propios modelos, además de ambiciones geoestratégicas nuevas. Para Turquía, por ejemplo, la prioridad se ha desplazado desde la incorporación a la Unión Europea al liderazgo del gran bloque musulmán. Resurgen así nuevas ambiciones hegemónicas, con modelos políticos específicos.
Las revueltas árabes, por su parte, no van a instaurar regímenes democráticos, sino combinaciones peculiares de islamismo político y –en el mejor de los casos– modelos económicos de desarrollo. La democratización instantánea ha quedado descartada y ahora hay muchos modelos por explorar, de los que la democracia liberal es uno más. Desde esta perspectiva, sí que ha llegado el verdadero final del fin de la Historia.
Los movimientos de los «indignados» occidentales, por su parte, impulsados por la crisis del Estado de Bienestar tal como lo hemos conocido, pueden llevar a una puesta en cuestión masiva del modelo democrático liberal en el propio bloque occidental. Hasta hace poco tiempo las democracias occidentales se consideraban a sí mismas un modelo universal. Está por ver cómo se adaptan a la nueva situación, en la que han dejado de ser tales.
La religión. Las naciones
La religión, por su parte, ha vuelto a la escena política después de mucho tiempo de retroceso. Sin duda que no se puede atribuir al Islam la responsabilidad de los ataques del 11-S. Aun así, tampoco se puede negar la evidencia de que sus autores y sus responsables vivían una forma radical de religiosidad. En cierto sentido, Al Qieda es la consecuencia más extrema de la ola de islamización de las sociedades árabes y musulmanas que se viene produciendo desde los años 70, con el resurgir del chiísmo fundamentalista que llevó a la instauración de un Estado teocrático y revolucionario en Irán.
En los países árabes, la religión canaliza buena parte del descontento ante los regímenes corruptos e incapaces que levantaron la bandera de la modernización en la segunda mitad del siglo XX. Las derivas extremistas no deberían hacer olvidar que la religión es sobre todo un elemento de estabilidad, de moderación, de autonomía social.
Desde esta perspectiva, la religión –también en nuestros países occidentales– es un elemento positivo ante la anomia y la destrucción de las virtudes cívicas y ciudadanas que hemos conocido en los últimos cuarenta años. La identidad de nuestros países y de nuestra civilización ha salido reforzada en este proceso de reflexión sobre lo que nos caracteriza.
Uno de los efectos paradójicos del 11-S habrá sido la muy probable frustración del gran proyecto de islamización de Occidente. «Eurabia» parece ahora más lejana que antes. Y la religión ha cobrado una nueva importancia en el espacio público, con nuevas definiciones de las identidades personales y colectivas.
En la reflexión sobre la propia identidad, ha ido surgiendo otra tendencia que también rompe con la tradición reciente. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, parecía que las fronteras nacionales iban desapareciendo poco a poco en organizaciones supranacionales que iban absorbiendo la soberanía que antes les correspondía a los estados nación. El 11-S, después de la caída del Muro de Berlín, cambió la situación. Grandes alianzas, como la OTAN, han entrado en decadencia acelerada y se han visto sustituidas por coaliciones variables, no estables, en las que los intereses de las naciones juegan un papel esencial. Así lo ha demostrado la Guerra de Libia y antes, la de Irak y la de Afganistán. La política se ha vuelto a nacionalizar, aunque no siempre los medios, en particular los militares, están a la altura de los deseos.
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