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Hambre con raíces

La Razón
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Yo estoy convencido de que a los hombres de mi generación nos cuesta poco dominar los vicios, perder las costumbres o renunciar a las ganancias. Desde que se prohibió fumar en los bares le he demostrado a más de uno que aunque fumo a un ritmo de un cigarrillo cada diez minutos, puedo permanecer cuatro horas seguidas sin encender un solo pitillo. Significa eso que no soy un consumidor vicioso, como algunos pretenden, sino un fumador vocacional. Sin ánimo de servir de ejemplo, a mis amigos ya les he dicho que en mi caso dejar el tabaco no sería una proeza sino un acto de desidia, la dejación de algo que forma parte de mis cualidades más reconocidas. ¿Por qué no dejo el tabaco si me resulta tan fácil prescindir de él? ¡Que tontería! ¿Y por qué no dejo el coche si puedo desenvolverme perfectamente sin su recurso? No dejo el tabaco porque me gusta fumar y porque me traen sin cuidado sus malas consecuencias. En el caso extremo de que el exceso de consumo me impida usar las manos, estoy dispuesto a cierta moderación, aunque solo sea para dejar de ser un fumador compulsivo y convertirme en un fumador empedernido. Agradezco que quienes me quieren se preocupen por mi salud, pero, ¡demonios!, también espero de ellos que comprendan que a la postre tendré que elegir mortaja y un sitio entre la tierra, y la verdad es que prefiero morir después de haberme divertido y no enfrentarme con espanto a la idea de morir rebosante de salud. Como decía, los hombres de mi generación estamos preparados para las renuncias y el fracaso. Incluso quienes ahora nadan en la abundancia recuerdan con claridad que en su día fueron apenas los hijos de los mendicantes de hace cincuenta años, aquellos tipos iletrados, cálcicos y marrones que sabían que la solvencia puede ser una conquista relativa y que nadie está libre de mendigar con una mano lo que necesite gastar con la otra. No seré yo quien hinche mi biografía alegando lejanos días de hambre en casa, pero conservo la amistad de unos cuantos de aquellos niños que hace cincuenta años tuvieron que aprender a dormir con hambre y descubrieron que por extraño que parezca, con la alucinación psicosomática del hambre un hombre puede vomitar alubias llevando tres días en ayunas. Por eso digo que aquella gente está preparada para el retorno a los malos tiempos. El problema lo tendrán quienes nacieron y crecieron en los días de la abundancia. Mucho me temo que todos esos españoles adocenados por los excesos ni siquiera podrían prescindir de la pasta de dientes. No sé como van a resolver el problema, pero creo que ha llegado el momento de que comprendan que todavía vivimos en un país en el que muchos recuerdan haber soñado con comerse sin pestañear las hojas ciegas que se suponía que brotaban a oscuras en las raíces de los árboles.