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La bandera y la enagua por José Luis Alvite

La Razón
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Mi afición al caos me viene de la infancia, de cuando imaginaba que era un niño expósito e institucional que podría estar de paso en cualquier hogar, una especie de hijo al portador que salía en las fotos de familia con el rostro estupefacto de un cautivo, con los rasgos impertérritos y evasivos de un rehén. Fui así también en la adolescencia. La mayoría de mis compañeros de instituto no recuerdan haberme visto en los seis años que pasamos en las mismas aulas, ni siquiera tomando como referencia la tarde en la que fui alineado a deshora con los colegas de curso en un partido de fútbol en el que fui el único que no recibió abrazos a pesar de ser el autor del gol de la victoria. Durante mi estancia en la Armada me dieron a elegir entre ir a misa los domingos o cantar en el coro del cuartel. Decidí apuntarme como miembro del orfeón de la Marina, pero la verdad es que ni yo mismo recuerdo mi voz de entonces, seguramente porque, además de un ser caótico, he sido siempre un hombre en voz baja. En la Armada fui un marinero desordenado y anónimo del que tiene apenas un vago recuerdo alguno de los mil «peludos» acuartelados en Ferrol en aquel reemplazo. Corrían tiempos de paz y aburrimiento, así que mi presencia no fue en absoluto relevante. Pero siempre pensé que si hubiese guerra los mandos de la Marina sólo habrían recurrido a mí en el caso de que en la lista de bajas faltasen muertos. Creo que fui el único marinero al que no le hicieron una foto en la jura de la bandera. Fue mejor así. Yo era tan descreído entonces, que en la foto habría parecido un fraile mujeriego dándole besos a una enagua. A veces mi madre me mira como si se preguntase cómo diablos hizo ella para dar a luz un hijo huérfano.