Novela
Toque de difuntos
En la melancolía del otoño nos encontramos con los muertos. Día de Difuntos. Sobre las tumbas que aguardan la mano piadosa y un ramillete de compasión desciende la resignada luz de los membrillos. Los cementerios, encerrados en la geometría elemental de tapiales y cipreses, suspenden ahora su clausura. Y allí entra la vida, reivindicada entre los túmulos, buscando el sentido que sólo la muerte puede darle. Así ha sido siempre y en todas las culturas, porque es en el dolor de la ausencia donde se reafirma la pasión por la vida. La civilización brotó al borde de las lápidas, en amable conversación con los difuntos. Somos lo que fueron, seremos lo que son. Es la ley inmutable de los mortales. Sin embargo, hoy nos estorban y su hospitalidad nos causa hastío. Los hemos trivializado en un carnaval barato y grotesco, en una mascarada de fantoches y calabazas que los reduce a zombis de cartón piedra. ¡Uuuuh, qué miedo! Cosa de niños, sí, pero a los cuales ya nadie enseña la forma de recordar y de honrar a quienes nos precedieron con el simple gesto de una mirada que arde de ternura. Ni siquiera nos apremia mostrarles que el amor es más fuerte que la muerte, que «serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado». No sabemos lo que hacemos. Al rehusar el diálogo sosegado con los deudos, hecho de silencios más que de palabras, rompemos la cadena del aprendizaje emocional y moral que hace fuerte a una comunidad. Nacemos, vivimos y... ahí se acaba la historia. Ésa es la necia lección de los relativismos que fragmentan el universo espiritual como si fuéramos amebas felices que despachan el dolor del recuerdo en el mismo acto de la cremación. O como mascotas, a las que otorgan más trascendencia incluso que al anónimo viandante. De nada vale, sin embargo, esconder la muerte como si fuera un trámite engorroso, con pólizas e impuestos incluidos. Sin respuestas no se gana el derecho a la esperanza. Sin preguntas no se alcanza el privilegio de la soledad, como en el soneto de José Hierro: «Qué más da que la nada fuera nada/si más nada será, después de todo,/ después de tanto todo para nada». En el temblor de noviembre arde la lumbre de la sangre, los cementerios vuelven a la vida y se brinda con el mosto recién pisado.
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