Guadalajara
Salvar a un niño en el último aliento
Dos agentes en Guadalajara rescatan a un bebé de un año después de quedarse encerrado en un primer piso de una casa que se estaban incendiando
Mario ni siquiera lo pensó. Sólo se dejó llevar por el instinto o por la angustia. Aún no lo tiene claro. Mario, de 26 años, es policía. Hasta ahora, cuando patrullaba por Guadalajara sólo había tenido que enfrentarse a un par de robos con violencia, nada grave, nada que le pusiese, de verdad, a prueba. Pero hace un par de viernes le avisaron de un incendio en una calle de Guadalajara. En el primer piso sale humo, la puerta de acceso está cerrada y dentro se oye el gemido de un niño. Mario, que junto a su compañero está cerca del lugar, llega rápidamente con su coche.
Luis Alberto tiene 41 años y lleva más de 20 como Policía. Aunque tiene más pasado y más situaciones complicadas, nunca había sentido el agobio que sí padeció ese día, cuando escucha el requerimiento, mientras patrulla. Un incendio, una puerta cerrada y un niño que llora. Luis Alberto, con su compañero, también llega en coche, por dirección prohibida. De frente, el coche de Mario.
Un hombre grita en el portal y una mujer llora dentro. Mario y Luis Alberto no hablan entre ellos, no les hace falta. Luis Alberto sube las escaleras al primer piso; Mario, mientras, da la vuelta al edificio, hacia la parte de atrás, donde hay un balcón. Salta hacia los cables de alta tensión y se balancea. Sólo una vez mira hacia abajo: no va a pensar que hay un foso de unos siete metros. No, no va a pensar, que si se cae, no lo cuenta.
Suelta una mano y se agarra a la verja del balcón. Suelta la otra mano y se agarra también. No piensa, sólo actúa. Es joven y ágil. Sube al balcón y se encuentra con una ventana corredera. La va a romper, porque tiene prisa y continúa oyendo los gemidos del niño. Empuja la puerta hacia dentro y hacia la derecha. Suena click. Se ha abierto.
Luis Alberto ha subido las escaleras desde el portal al primer piso. Una mujer le sigue gritando y llorando. Es la mujer que vive realquilada en esa casa, la madre del niño que llora dentro. Luis Alberto no atiende a sus explicaciones, aunque después sabrá que ella ha estado cocinando en la cocina, con su niño pequeño en una habitación cercana. Pero ha saltado una llama, ha prendido y la mujer, marroquí, se ha asustado. No ha sabido apagar el fuego, ha salido corriendo para pedir ayuda, sin saber qué hacer y cuando estaba en el rellano, la puerta se ha cerrado de golpe. Sin llaves, sin poder entrar, con el niño dentro. Ha entrado en pánico.
Luis Alberto intenta lo más fácil: con una tarjeta prueba a romper la cerradura. No se abre. Va a lo segundo más fácil, lo más primitivo: pega una patada a la puerta. Nada. Le va la vida en ello. Otra patada, nada. Tiene que darle más fuerte. Sabe que dentro hay un incendio porque por debajo, por la pequeña rendija, está saliendo humo. Como Mario, Alberto no piensa que pueden atraparle las llamas tras abrir la puerta. No hay miedo. Sólo la angustia que le contagia la madre detrás de él. Es algo que nunca ha sentido en sus veinte años de carrera. El miedo de otra persona que pone toda su vida en él. Una patada más.
Mario abre la ventana del balcón. Una ola de humo le ciega, pero entra. Sin ver nada, en cuclillas y palpando para no tropezar. Se ahoga y oye gemidos, cada vez más leves, más espaciados. Vuelve al balcón, a tomar aire y ve ropa tendida. Coge un trapo de la cocina húmedo y se lo pone en la boca. Respira mejor y vuelve a entrar.
Luis Alberto, en la puerta, jamás ha tragado tanto humo. Apenas ve, pero vislumbra el carrito de un niño. Ahí está. Luis Alberto no puede respirar, se da media vuelta y en una ventana que da a un patio coge aire y vuelve con oxígeno suficiente para sacar el carrito con el niño. Ya está, el fin de la angustia. «No está el bebé». El carrito vacío. No está el bebé, no está el bebé. «Me meto otra vez».
Mario, con el paño en una mano tapándose la boca, avanza de cuclillas, con otra mano palpando. Ve las llamas de la cocina. Sólo vislumbra cosas y siente el calor de quien se acerca a una estufa. Pero no para. «El chaval estaba gimiendo y cada vez gemía menos». Eso le guía, hasta que toca algo blando, un cuerpo. Un niño. Está en el suelo, aún lejos del fuego, pero casi ahogado por el humo. Ya lo tiene, pero aún teme que explote todo. Él, que cuando era más joven vivió una explosión por culpa del gas. Corre hacia el balcón, donde ya ha llegado un bombero. El niño está sano.
Luis Alberto ha vuelto a entrar, está desorientado tras lo del carrito, pero ve a Mario salir con el niño por el balcón. Sale y le dice a la madre que su hijo está bien. Pero no sabe si queda alguien más en la casa. Vuelve a subir. Los bomberos han aclarado la cosa. Nadie. Todo bien. Se ha acabado la angustia.
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