Berlín
La Europa del «Erasmus» por J A Gundín
Mientras en Bruselas todavía se discute quién debe responder al teléfono cuando llame Obama, los españoles abrazamos la fe europeísta con el ardor que nos infundió Ortega: «España es el problema y Europa la solución». Somos más europeos aún que cuando las picas de Flandes o los blasones de las dos Sicilias. Cómo será que hasta Mariano Rajoy ha empuñado el bordón de peregrino y se ha lanzado por esos mundos de Dios a predicar la salvación del euro con pasión desusada y la mirada enfebrecida. Ayer tuvo tanto éxito que hasta Merkel se avino a la penitencia. Puestos a ensanchar imperios, no hallamos rivales. Pero si hoy nos enamora Europa y se nos antojan familiares Roma, París, Berlín o Copenhague no es precisamente por el tedioso mercadeo de los políticos que llenan los telediarios, ni siquiera por los éxitos de La Roja, sino por un invento tan inocente como explosivo: las becas Erasmus. Este año se cumplen 25 años desde que su pusiera en marcha el programa de intercambio universitario, del que se han beneficiado más de 2,5 millones de alumnos.
Es probable que los resultados académicos no hayan sido muy brillantes y que la vitalidad universitaria se haya derramado más fuera que dentro de las aulas. Uno da en sospechar que en esos campus de Agramante la lucha cuerpo a cuerpo no era precisamente con lo libros, sino como sugiere el sobrenombre de las becas: «Orgasmus». Sin embargo, el que se haya rebautizado tan festivamente al humanista de Roterdam no merma el mérito del proyecto ni los grandes beneficios que ha supuesto para España, que ha sido el primer país receptor de alumnos, pero también el que más ha enviado fuera. Gracias al Erasmus o al Orgasmus, tanto monta, cientos de miles de jóvenes españoles han roto uno de los tabúes más arraigados: el miedo a rebasar los Pirineos, a patearse las calles europeas y a mezclarse en su torre de Babel para desatar sus lenguas y ensanchar sus miradas. Han desaparecido muchos complejos y se ha disipado la ignorancia que alimentaba rancios resabios hacia nuestros vecinos, como ya Machado denunciara. Las nuevas generaciones han descubierto Europa a pie y, en lógica reciprocidad, a los europeos les han cautivado los nuevos españoles, que ni visten de luto riguroso, ni les da por quemar infiles en la hoguera, ni siquiera son todos toreros. Toda una bendición para este país nuestro que, con 17 autonomías y dos nacionalismos y medio, anda sobrado de boinas y escaso de perspectiva. La consolidación del proyecto europeo se halla en una encrucijada crítica y si ha de salir del atolladero no será tanto por los burócratas de Bruselas como por los jóvenes «erasmus»: gente sin fronteras, sin complejos y sin prejuicios.
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