11-S

«Quid sum miser tunc dicturus?». Había llegado de madrugada y la habitación del hotel no estaba libre. En un bar se tomó un café, que ardía en el vaso de plástico, junto a los camioneros que acopiaban fuerzas. Prometía un bello amanecer y decidió hacer tiempo, en lo más alto, junto a una luna desvaneciente. Todavía no habían abierto las puertas a los turistas pero se las apañó para entrar y subir hasta el infinito. Contempló el despertar de una ciudad, el nacimiento del sol y la muerte de la luna. La gente apresurada, aún dormida pero con los móviles ya pegados a las orejas, los mendigos preparando sus trozos de acera, los barcos desperezando la bahía… El Empire, orgulloso clavándose en el cielo y, casi al alcance de su mano, la hermana gemela, desafiante y soberbia. En sus oídos sonaba la tercera parte de un Bach favorito: «Ich freue mich auf meinen Tod» y sintió que nunca había amado tanto la vida.

Se acabó aquella música de muerte y esperanza y le asaltaron los obsesivos acordes de una de Holst mucho más brusca: «Marte, el portero de la guerra». Y vio una saeta surcando el cielo, como lanzada por el gigante Empire, ballesta en mano. Se frotó los ojos y recordó a Verne, a Forsyth, a Clancy y, en los segundos más largos de su vida, comprendió que la realidad puede ser más imaginativa que la propia imaginación. Temblaron sus oídos y sus pies. Vio la gente correr, primero de ida y luego de vuelta. Les vio aplastarse contra los cristales. Vio desesperarse a la desesperación y la sintió clamar: «Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla». Y comprendió más que nunca la grandeza de Mozart y Verdi. Ellos sí presintieron, sí imaginaron. Escuchó las trompetas fundirse, los chelos astillarse. Sintió arder sus entrañas. «Confutatis maledictis, flammis acribus addictis». Y decidió que, por fin, podía hacer realidad su gran sueño.

Ceremoniosamente se fue despojando de sus ropas una a una. Las amontonó, extendió los brazos y voló como un pájaro. «Lux aeterna luceat eis».