Estados Unidos

Indian Summer (II): Shirgham

La Razón
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Comentaba en mi última entrega el fenómeno tan espectacular –y tan desconocido– que significa Bollywood. Hace unos días, decidí acudir a una proyección en un cine de Jaipur para ver cómo reaccionaba el público. La sala, parte de un multicine situado en un centro comercial, no contaba con menos de seiscientas localidades. A ella se accedía por unas escaleras mecánicas flanqueadas por los mismos restaurantes norteamericanos y las mismas marcas textiles mundiales que podría haber encontrado en cualquier nación de la Unión Europea o en los Estados Unidos. Tras dar con las localidades –las entradas son numeradas– me dispuse a contemplar en compañía de mi hija la película, tarea un tanto atrevida porque mi conocimiento de hindi es muy escaso y en el caso de mi joven acompañante no existe. Puedo decir sin miedo a exagerar que, al concluir la sesión, podía afirmar que hacía muchísimo tiempo que no me divertía tanto en un cine. La película, de título Shirgham, contaba la historia de un policía incorrupto que vive en un pueblo del sur de la India y que se enfrenta con un mafioso. En el deseo de neutralizarlo y de vengarse de una humillación, el delincuente –que se presenta a unas elecciones– logra que trasladen a Shirgham a Goa, donde tiene la intención de hacerle la vida imposible. Lo consigue durante unos días, pero finalmente el héroe logra reunir a su alrededor a otros policías y acaba con el capo de una manera tan expeditiva que haría pensar que Harry el Sucio pertenece a Jueces para la Democracia. El relato, en apariencia muy sencillo, provocó una y otra vez los aplausos e incluso las aclamaciones de los espectadores. No se trataba sólo de que los guantazos de Shirham –que, en ocasiones, se quitaba el cinturón y comenzaba a dar estopa como los padres de antes– convirtieran a Bud Spencer en una nenaza. Tampoco derivaba todo de que la historia de amor fuera romántica y la protagonista, una belleza típica de Bollywood. Además, la película calaba en lo que anhela la gente. Por ejemplo, la secuencia en que un grupo de policías honrados enganchaba a un político y le pateaba literalmente las nalgas fue recibida con una ovación cerrada. En realidad, el público salió satisfecho porque el precio de la entrada estaba justificado. Se habían emocionado, se habían reído, se habían encontrado con seres modélicos e incluso se habían dado la satisfacción de ver cómo alguien hacía en la pantalla lo que a ellos les gustaría hacer. Añádase a esto que Shirgham no podía ser más conservador. Por ejemplo, al entrar en una casa, realizaba un gesto equivalente a lo que sería santiguarse en una sociedad católica y ejecutaba de manera puntual la reverencia de respeto paterno. No sólo eso. A pesar del amor que traspasaba a la belleza india que lo perseguía y a él mismo, en toda la película no es que no se fueran a la cama una sola vez, es que ni siquiera se daban un beso. El héroe desapareció de nuestras pantallas hace muchos años, quizá cuando Garci rodó «El crack». Después sólo hemos visto parodias mostrando que somos unos «mataos» y de las que, por supuesto, se dejaba fuera a los políticos. Pero, claro está, ellos son los que subvencionan el cine con nuestro dinero. Así nos va.