Londres
A ver si espabilamos por Carlos ABELLA Y RAMALLO
Cuando en 1984 Juan Pablo II, con el fin de acercarlos más a Cristo, convocó a los jóvenes a una jornada mundial de encuentro con el Papa estaba plantando una semilla de gran renovación de la Iglesia en la que el Papa, a imitación del Señor, salía al camino para predicar, como dijo, el amor de Jesús por la humanidad, llamando a los jóvenes «centinelas del mañana», y diciéndoles que no se resignasen a la injusticia del mundo.
Más de dos décadas han pasado desde aquel primer encuentro que ha sido mantenido en continuidad por Benedicto XVI, testigo excepcional de una transformación del mundo en el que los jóvenes de las más diversas sociedades, creencias y culturas reclaman una participación activa en la forja de su futuro.
Muy recientemente hemos visto cómo los jóvenes del cercano y Medio Oriente, con gran participación de mujeres en esas revueltas juveniles, han volteado los regímenes dictatoriales de sus países y han reclamado el protagonismo que se les venía negando. Eso es un signo de vitalidad y de compromiso, como lo han sido también inicialmente algunos movimientos de juventudes europeas defraudadas por el fracaso del tan cacareado Estado del bienestar, a cuya decadencia estamos asistiendo.
Con gran previsión Juan Pablo II y Benedicto XVI han proclamado en reiteradas ocasiones los peligros del consumismo, del relativismo social y espiritual, del materialismo sin fronteras, de la insolidaridad con nuestros semejantes y, en definitiva, el precipicio infernal que se abre a los pies de una parte de la humanidad que cree que el progreso se alcanza sin ataduras ni límites morales y sin referencia a Dios.
Afortunadamente para el mundo y para la Iglesia, aún son muchos los jóvenes que no tienen miedo y que saben que las metas de progreso material tienen que basarse en sólidos cimientos de formación humana y espiritual, de esfuerzo, disciplina y solidaridad. Ésos serán los jóvenes que acudirán a escuchar la palabra de Benedicto XVI, los que le abrirán sus corazones, los que se convertirán en verdadera semilla de progreso para el futuro de nuestras sociedades.
Pero el Papa también verá la desesperanza de otros jóvenes, indignados con los demás y consigo mismos, que recelan de su futuro, que «tienen miedo» de encontrarse a sí mismos y prefieren cobijarse en eslóganes y consignas reivindicativas, y expresarse a través de insultos y altercados en vez de la palabra y el pensamiento. A ésos también tendrá que referirse el Papa.
Los errores y las consecuencias
Tras los recientes enormes disturbios y saqueos en Londres y otras ciudades, se preguntaba el primer ministro británico sobre los errores cometidos en la formación de esos jóvenes. La respuesta la han dado repetidamente Juan Pablo II y Benedicto XVI. Cuando reclamaban a Europa que fuera ella misma, «que buscara sus raíces», estaban advirtiendo del peligro de construir la unidad del viejo continente olvidando y despreciando sus cimientos cristianos. El resultado está a la vista, y si no se pone remedio, esa agresión juvenil, sin metas y sin creencias, dispuesta a dar su vida por robar un televisor o una «blackberry», será un fenómeno triste y repetido. Los jóvenes necesitan de las palabras del Papa, y no sólo los jóvenes. Todos somos responsables del «laisser faire» relativista que se ha adueñado de nuestras sociedades.
Las metas de progreso
Todo se confunde. Todo se mezcla. Todo se consiente. Todo se aplaude. Como los niños malcriados, necesitamos en verdad un tirón de orejas. A ver si espabilamos. A eso ha venido el Papa. A llamar a la juventud del mundo. A despertarla y señalarle las verdaderas metas de progreso, que no es sólo el material, pues el hombre es el único «animal religioso», y si deja de lado su componente espiritual, su concertación con Dios, se convierte en un desarraigado, en un ser sin raíces, que no sabe de dónde viene ni a dónde quiere ir.
Reconocido como el más alto y respetado referente moral mundial, Benedicto XVI viene a dar respuesta y esperanza a todas las juventudes, a todos los hombres y mujeres, a los que le aclamen, y a los que se indignen con su presencia y también a los que harán huelga para no dejar verle ni oírle. Pero su palabra permanecerá.
Carlos Abella y Ramallo
Embajador de España y Gentilhombre de Su Santidad
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