España
Mal país para intelectuales
Hace días, alguien con quien hablaba agarró un libro de Jacques Ranciérè y espetó: «Si Ranciérè hubiera nacido en España, no hubiese llegado a nada». La aseveración me hizo pensar. Había una «espontaneidad melancólica» que traducía dos creencias: de un lado, que éste es un país de envidias y posicionamientos en-quistados en el que el debate entre partes se convierte en aniquilación de los que piensan diferente; y de otro, que, en España, cualquier estrategia intelectual es orillada por la razón de que constituye un residuo improductivo que nada aporta a la res pública. En este país somos así: el intelectual es un raro que vive alejado de la realidad y que, además, se atreve a analizarla con códigos que no son comunes.
Soporte teórico
Hablamos de la necesidad de mejorar la educación, pero siempre tendemos a tipificar al ciudadano medio español como un individuo incapaz de comprender cualquier construcción sintáctica que se salga del estándar determinado por una retransmisión deportiva. Éste es un páis que no necesita de enemigos que compliquen su devenir histórico: él solito, con complejos metódicamente arrastrados desde los albores de la era moderna, ha ido cercenando su capacidad de superación y de robustecimiento cultural, hasta llegar a una situación límite en la que prácticamente nos hemos prohibido decirlo todo. Y el problema no es menor: con frecuencia nos quejamos de la escasa proyección que la cultura española posee fuera de sus fronteras. Pero ¿alguna vez nos daremos cuenta de que nuestra cultura vive descontextualizada, a la intemperie, en la calle como si tratara de un homeless, debido a la falta de un soporte intelectual y teórico que le sirva de abrigo? ¿Cuándo vamos a ser capaces de actuar como origen de una corriente de pensamiento o de alguna derivada mayor o menor de los principales flujos de reflexión, en lugar de funcionar como lugar de recepción de lo que sucede fuera?
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