España
Y no vibré
Nunca me ha gustado el fútbol, mis lectores lo saben. Muchas son las razones pero, a estas alturas, la verdaderamente válida es sólo una: no logro encontrarle el placer, el sentido, la belleza. No obstante, para no sentirme rara y fuera del juego de mi tribu, lo intenté. Preparé la tarde de la final del mundial con todos los requisitos de una auténtica devota: invitación de amigos a casa, merendola y cervecita fresca. Frente al televisor hicimos lo propio: animar, gritar, encanallarnos con las patadas holandesas, mucho uff, y levantada con el gol que dio la victoria a España. Alegrón. Después, mi hija y yo, nos lanzamos a la calle, sonrisa en boca, para vivir el ambiente. La sonrisa se nos congeló un poco con los petardos, las motos locas, las bandas de chicos animalescos, las cuatro y reiteradas cancioncillas primates, las botellas rotas. Nos daba temor cruzar la calle entre tanta bocina disparada. En definitiva, nos alegrábamos de tanta alegría, pero no era la nuestra. Para mí era como una guerra lúdica, si es que eso puede existir. Las tropas españolas celebraban su victoria contra las holandesas. Habíamos conquistado el territorio del mundo. El mundo era español y nuestra bandera era la única. ¡A por ellos, oé! Sentí un miedo irracional. Miedo. Comprendo que la gente, con tanta crisis y agonía, necesite celebrar aunque sea la labor de otros; comprendo que esos chicos que jugaron son llanos y simpáticos; comprendo que todos necesitamos vibrar alguna vez en común. Pero a mí, con perdón, me gustaría que vibrásemos juntos por otras cosas. Sí, esas tantas cosas hermosas y necesarias que nos hacen ganar siempre. Y contra nadie.
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