Berlín
Ven y sígueme
Una vieja tertuliana de televisión conocida por su radicalismo verbal de petrolera tiene en su salón dos grandes fotografías: Felipe González y Karol Wojtyla. Mujer sola, estoy seguro de que está enamorada de los dos, y si el primero fue su sustento, el segundo es su contento y esperanza postrera.
Ya se sabe que Dios también está entre los peroles y que sus designios son inescrutables. Y es que resulta confortante que quienes no han tenido un Dios en vida deseen uno a la hora de morir. Lo que se ha terminado globalizando es la tribulación y, como escribía Alejandro Dumas padre, «puede olvidarse a Dios en la felicidad, pero tan pronto como ésta cede su puesto a la desgracia, siempre es preciso retornar al Señor». Ignoro si la velocísima beatificación de Juan Pablo II, antesala de su santificación, ha sido empujada por Benedicto XVI, pero es evidente el clamor de los fieles del mundo. Se dijo de Juan Pablo II que era un pastor de masas, un evangelizador universal y un seductor. Sí y no.
Entendió que el epicentro vaticano había que llevarlo por todo el mundo, besando sus tierras, y que había muchas conciencias por tocar, y se valió de su inmensa empatía, que no le niegan ni los enemigos de la Iglesia. Le recuerdo en la ventana de su despacho, tres días antes de fallecer, haciendo esfuerzos imposibles por hablar a las gentes congregadas. También era un apóstol firme: al ministro y cura sandinista Ernesto Cardenal le puso firmes en Managua, y sin su pontificado no se termina de entender la caída del Muro de Berlín y la disolución del socialismo real. No extraña para nada la multitud entre las columnatas de Bernini y el seguimiento internacional por radiotelevisión de las honras eclesiales de este hombre fuerte, inteligente, culto, deportista, carismático y pleno de fe. Un icono del ven y sígueme; una representación del ama y haz lo que quieras. Si hombres como Wojtyla se pueden morir desaparece la angustia ante el último aliento.
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