Crítica de libros

La recta tolerancia por cardenal Ricard María CARLES

La Razón
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La tolerancia absoluta, sin el más mínimo deseo de ennoblecimiento del prójimo, sería tanto como «pasar de él», tanto como decirle: «Nada me importa lo que te pueda suceder, lo que puedas hacer de tu vida ni de la de quienes te rodean». Esta actitud supone dejarse llevar por el ambiente que practica inconscientemente «el odio a lo excelente», es decir, oposición a cuanto sobresale de la masa en cualquier aspecto –también en virtud– de la media habitual. Ello puede conducir a la trágica vergüenza de parecer virtuoso en facetas que la sociedad minusvalora. Se margina una maravillosa realidad humana, que es la capacidad de ser virtuoso. Paul Valèry, en un discurso a la Academia Francesa sobre la virtud, fue contundente. «La palabra "virtud"ha muerto o, por lo menos, está a punto de extinguirse. A los espíritus de hoy no se los muestra como la expresión de una realidad imaginable en nuestro presente…No la he escuchado jamás y, es más, sólo la he oído mencionar en las conversaciones de la sociedad como algo curioso o con ironía», afirmaba el poeta francés. A propósito del destino de las «grandes palabras», se pregunta Josef Pieper: «¿Por qué no han de existir en un mundo descristianizado unas leyes lingüísticas demoniacas, merced a las cuales le parezca al hombre la virtud, en el lenguaje, como algo ridículo?». Dejadme decir que, si fuera una actitud laudable y sin excepciones no influir nunca en las conciencias ajenas, no sé qué hacía Juan Bautista gritando a las gentes, junto al Jordán, que se convirtiesen. Y aún resultaría más curioso que, según más de un evangelista, la primera palabra de Jesús, al comenzar su ministerio público, fue: «Convertíos».