Historia

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Decir la verdad por Luis Suárez

La Razón
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Los historiadores sabemos muy bien que, cuando se usan con exceso en medios públicos determinadas palabras hay que poner en ellas mucha atención porque en el fondo lo que intentan es ocultar lo que se practica. Entre nosotros se emplea con exceso el término libertad de palabra pero en el fondo lo que se pretende es que el ciudadano tenga libertad para expresar aquello que nosotros mandamos. Y de este modo se critica y ofende a quienes se empeñan en defender la vida desde el instante mismo en que por fusión de células comienza. En esta Semana Santa se han montado acusaciones contra un obispo que, celebrando los Oficios a través de la televisión, sostuvo con claridad y mesura la doctrina de la Iglesia acerca del valor cualitativo y cuantitativo de la vida. Otro prelado, en esta ocasión el de Barcelona, tuvo que salir al paso y aclarar: cuando la Iglesia llama la atención sobre la homosexualidad, que va en contra del orden de la naturaleza, no está pretendiendo faltar al respeto a unas personas; al contrario, las acoge dentro de su amor, deseando para ellas la mejor y más clara rectitud en la conducta.

Son cosas distintas. La Verdad nos hace libres porque nos acomoda el orden estricto de la Creación, impidiendo incluso que ésta pudiera ser dañada por los excesos contra la Naturaleza. Surgen voces que, con bastante razón, tratan de defenderla. Ahora bien, la Verdad, tal y como Jesús de Nazaret enseñó, no puede confundirse con una opinión variable a la que podemos adherirnos o no: es la afirmación, que viene de Dios, de todo el orden que constituye nuestra Naturaleza. Ahora parece que nuestros políticos han vuelto a asumir la perplejidad que expresara Poncio Pilato cuando respondió, saliéndose por la tangente: pero ¿qué es la verdad?

Es importante destacar la coincidencia casual de que la gran ofensiva contra el obispo de Alcalá haya coincidido con la fecha en que el pueblo cristiano conmemora la Crucifixión. Porque viene a revelarnos que Pilato y Tiberio no están tan lejos de nosotros. En aquel tiempo la divinidad (luminosidad) estaba atribuida al Estado; no a la «república», sino al emperador, que se calificaba de divino y gozaba de una autoridad absoluta. No se trataba de decir que Tiberio o Nerón, a su muerte, iban a pasar al Olimpo; todos sabían que para ellos el fallecimiento era un fin, sino de afirmar que el Augusto Estado gozaba de poderes tan absolutos que podía dictar lo que debe entenderse por verdad. Más o menos como ahora hacemos. Es el Estado el que establece las normas morales y dispone del poder para obligar a los súbditos a obedecer.

Hace ya muchos siglos, tras un trabajo profundo y prolongado en el estudio de la naturaleza humana, un Papa, Clemente VI, hizo una definición que permitía aclarar las cosas. Hacia esta doctrina deberíamos tronar nuestra atención pues también nos afecta. Todos los seres humanos son portadores de tres derechos que debemos llamar «naturales» porque forman parte de su naturaleza y no son la consecuencia de que hayan sido inventados o formulados desde el poder: se trata de la vida, la libertad y la propiedad. Lo que entonces se entendía por propiedad no era como ahora creemos, el depósito de bienes, muebles o inmuebles; colocaba en primer término el medio de trabajo, que es aquel sobre el que se levanta la célula esencial de la sociedad, que es la familia. Los políticos de nuestros días deberían poner su atención en este punto. Sin medios de trabajo que hagan posible a cada ser humano llevar adelante su existencia, no hay libertad. Indudablemente el capitalismo es un mal porque ha reducido el empleo a una mercancía; y el marxismo, en lugar de resolver el problema, lo agrava.

Pero la intención de este artículo está dirigida al tema de la vida. Ninguno de nosotros «nacemos» en el sentido estricto de la palabra, ya que en ello no entra nuestra voluntad, como tampoco de un modo completo la de nuestros padres. Son simplemente nacidos. Pero desde el momento mismo de la concepción se nos ha hecho entrega del más valioso de los bienes que vamos a poseer, la vida. Y ésta no puede ser interrumpida porque desde el primer momento el derecho y deber de nacer tiene que ser defendido. La Iglesia se levanta en este punto como un acto profundo de amor y no otra cosa. Quienes discuten este punto esencial de la existencia se equivocan de medio a medio. Y, en las mujeres que experimentan el aborto, surge, tiempo después, esa terrible preocupación de la conciencia: rompieron el hilo de la vida a alguien que era ya «suyo», que participaba en su propia naturaleza. No son las leyes, sino la conducta humana la que debe poner el remedio ayudando a las personas que pueden encontrarse ante un problema así.

Y así llegamos al tercer punto, el de la libertad, situada en el centro de la doctrina porque es un eje sobre el que se apoya. Ahora se defiende como libertad la conculcación de estos derechos naturales, la ruptura del orden sobre el que se asienta el universo mundo. Pues la libertad no nace del derecho a «hacer lo que a mí me da la gana», sino del cumplimiento del deber hacia todo aquello que nos rodea y en primer término hacia nuestros semejantes. Hace ya muchos siglos que los grandes maestros judíos descubrieron el valor absoluto del término «amar al prójimo como a uno mismo». Los que ahora critican y calumnian a quienes defienden la verdad están absolutamente alejados de este principio esencial.