España
La nostalgia anticlerical
El anticlericalismo había desaparecido en España desde el final de la Guerra Civil. Durante los primeros veinte años del régimen de Franco, entre 1940 y 1960, no podía haberlo porque se había impuesto un control férreo de la política y la cultura que exaltaba lo que se llamó el nacionalcatolicismo, una fantasía ideológica que identificaba España, su unidad, su historia y su pervivencia con la fe católica. El nacionalcatolicismo se entiende un poco mejor si se tiene en cuenta la brutalidad del anticlericalismo republicano. Exacerbado ya a principios del siglo XX, este anticlericalismo llegó a su colmo en los años treinta, cuando la Segunda República debutó con la quema de conventos y luego, durante la Guerra Civil, prohibió el culto cristiano, aunque no impidió la muerte de unas 7.000 personas por el solo hecho de ser católicas, ni la destrucción de innumerables edificios y obras de arte cristianas, entre ellas las maquetas de la Sagrada Familia diseñadas por Gaudí y todas –todas, sin excepción– las iglesias de Barcelona: sólo se salvaron la catedral y parte de la nueva basílica.
A partir del Concilio Vaticano II, el nacionalcatolicismo no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Así es como la Iglesia católica, que acompañó al movimiento de perdón colectivo e individual que rescató a nuestro país del abismo en que habíamos caído en los años treinta, propició la Transición. La Monarquía parlamentaria, desde entonces, ha hecho posible una sociedad donde la fe y la Iglesia católica, tan importantes en nuestra cultura, han convivido sin problemas con una sociedad pluralista y liberal. Quizás lo más sorprendente de todo ha sido ver cómo se ha producido un proceso rápido de secularización sin que la Iglesia católica ni la religión hayan perdido relevancia en la sociedad. No todos los españoles acuden regularmente a misa, pero en su mayoría siguen considerándose católicos, como católicas son buena parte de nuestras costumbres, y católicas son muchas de las instituciones que más valoramos, ya sean colegios, universidades, medios de comunicación o instituciones de caridad y de ayuda.
Este equilibrio se ha roto, como bien ha apuntado el papa Benedicto XVI, aunque no lo haya hecho, evidentemente, como una vuelta a la brutalidad del primer tercio del siglo XX. El protagonista de esta ruptura se llama Rodríguez Zapatero. El líder socialista ha resucitado los rescoldos de una política característica de los países del sur de Europa, incluida Francia, de donde nos viene la palabra «anticlericalismo». El anticlericalismo es, efectivamente, una táctica política que consiste en utilizar el recelo ante el posible poder de la Iglesia católica como una forma de movilizar a los propios partidarios y avanzar en la realización de un programa político. Los poderosos agitan el fantasma de una Iglesia ultramontana y reaccionaria –un fantasma siempre bienvenido por mentes infantiles, algo primitivas– para suplir alguna carencia: referencias ideológicas que han desaparecido, frustraciones sentimentales y contradicciones vitales, coaliciones sociales rotas, horizonte político poco brillante. Rodríguez Zapatero lo ha utilizado también como una pieza más de su proyecto de desmontaje de la democracia liberal tal como surgió de los pactos de la Transición.
No se puede vivir al margen
Este arcaísmo responde además a una situación nueva. Ya no estamos en los tiempos en los que el proyecto de la modernidad se oponía a la religión y la modernización era sinónimo de secularización. Al revés, es evidente que el catolicismo, como todas las confesiones religiosas, está llamado a tener una importancia renovada en un mundo que, sin volver a estar imbuido de religiosidad, no puede tampoco vivir al margen del hecho religioso, fundador de la vida social.
El cristianismo, que contribuyó como nadie a la cultura liberal que hoy es la nuestra, está en el núcleo mismo de esta situación en la que la religión forma parte esencial de la modernidad. El anticlericalismo de Rodríguez Zapatero es por tanto un reflejo nostálgico de otros tiempos, una mirada hacia atrás, simplificadora y dogmática, como la que reconstruye la «memoria histórica», para no enfrentarse a una realidad más compleja, más matizada y más actual. Más espiritual, también, aunque no les guste a los bárbaros de siempre.
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