Historia

Asturias

Las huellas del hombre

El ex presidente de la Xunta encontró en Perbes un territorio mítico, una vuelta a la sencillez y a la familia 

Las huellas del hombre
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Desde su infancia, la comarca de Betanzos, y más concretamente la pequeña localidad de Perbes, ha protagonizado el álbum fotográfico de los recuerdos más personales de Manuel Fraga. Aldea en el frío invierno, idílico destino turístico en verano, Fraga apenas contaba unos pocos años cuando sus padres, Manuel y María, le llevaron por primera vez. Y se quedó. Para siempre. Por los baños matinales en la playa con la isla de la Carboeira al fondo de los que disfrutaba. Y por la posibilidad de practicar sus dos grandes aficiones, la pesca y el dominó. Pero también seguro que por su gente que le «adoptó» –su pueblo natal es Villalva– como un vecino más, y a la vez el más ilustre, que siempre le trató con el respeto y admiración que un político de su categoría merecía. Y por más que lo intentes, es probable que «no encuentres a nadie en Perbes que te hable mal de Don Manuel». Ni rastro del carácter autoritario del que en más de una ocasión hizo gala. Todo lo contrario, en su tierra, con los suyos, se mostraba más que afable hasta el punto de dulcificar su imagen.

Se le echó de menos el pasado verano. Debido a su ya delicado estado de salud, fue el único mes de agosto en el que Manuel Fraga faltó a su cita con la tranquilidad y el reposo de su residencia gallega preferida. Todas las mañanas a las ocho, puntual como siempre, bajaba hasta la playa que era «suya», no porque tuviera su nombre, sino porque tenía acceso privado. Una tímida pendiente en la parte posterior de su chalé desemboca en la blanca arena, sólo a unos 25 metros de la orilla. A un relajado baño, nada que ver con aquel famoso de Palomares, y a la taza de café en el restaurante «Savi» de su amigo Ricardo Vila, les seguía siempre su paseo matutino hasta el horno, hoy desaparecido. Unos cuantos kilómetros de larga caminata de ida, y otros tantos de vuelta, hasta regresar nuevamente hasta su residencia, formaban parte de sus hábitos diarios.

La pesca del salmón
El fallecimiento de su esposa Carmen Estévez, en 1996, cambió algunas de sus costumbres. Con ella no tenía problemas en bajar al restaurante, casi prolongación de su residencia, para degustar un exquisito lacón con grelos o un buen cocido. Pero en los últimos tiempos, solía encargar «merluza a la koskera», o «robaliza (lubina) a la espalda», que hacía llevar a su casa para acompañar a un buen ribeiro o un albariño. Prefería la robaliza para comer, pero no tanto para capturarla. Era más pescador de río y no era extraño verle en el Mandeo, en el Ulla o incluso en el Eo, a donde acudía a pescar salmones y truchas, o en su caso reos, una especie a medio camino entre ambas. Pedro Balín, amigo suyo, siempre presume de que en una ocasión tuvo la gran suerte de ir a pescar salmones con él y con Francisco Álvarez Cascos, cuando el actual presidente del principado de Asturias estaba en el PP. «Era muy meticuloso con los preparativos de las cañas, y ese día me echó una buena reprimenda porque coloqué el anzuelo mal». Eso sí, después «tuve que admitir que tenía razón, porque capturamos uno», asegura.

Era un gran aficionado a la pesca, pero más aún lo era de las partidas de dominó en la sobremesa. «Era un maestro. Era su juego», coinciden algunos de los que tuvieron la oportunidad de compartir mesa con el fundador del PP. Como mandan los cánones, después de una pequeña siesta de 15 o 30 minutos, solía acudir a la casa particular de Carlos Pardo para echar la partida con su eterno compañero de juego y el fallecido antiguo párroco de Perbes, don Jesús. Aunque no perdía la ocasión de jugar en cualquier otro sitio, su auténtica cuadrilla de dominó, la de toda la vida, era la de Perbes. El ex presidente de la Xunta no jugaba con cualquiera. Y no fueron pocas las ocasiones en que personas ajenas al grupo querían participar. «Alguna vez se vio a doce personas alrededor de la mesa para jugar con él», asegura un vecino. Entonces, la advertencia de levantarse y marcharse apaciguaba las intenciones. Pero en condiciones normales, dedicaba la gran parte de la tarde, hasta las cinco o seis, a practicar la más famosa de sus aficiones.
Fraga quedó prendido desde los primeros instantes de la sencillez que derrochan estas tierras gallegas. Las eligió en vida para que fueran su pequeño oasis de paz y tranquilidad. Y seguirán siéndolo siempre tras su muerte. Su última morada, como él mismo manifestó, recibió sus restos mortales en una ceremonia íntima, sencilla y familiar. Tal y como fueron sus días en Perbes. Íntimos, sencillos, y en compañía de sus amigos y familiares.