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Puente de Vallecas

Faraón

La Razón
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Entre los recuerdos cinematográficos más sobrecogedores de mi infancia destaca uno procedente de la película «Faraón». Un anciano decrépito recuerda cómo se ha pasado la vida excavando un canal con sus propias manos. Se siente orgulloso de esa labor de décadas en la que encuentra un sentido para su vida. Precisamente en ese momento, llega hasta aquel surco, fruto de la labor de años, la comitiva del faraón. Alegando razones sagradas, en lugar de continuar por el camino habitual, el déspota decide que ha de cruzar exactamente por el sitio donde se halla el canal y, en una escena sobrecogedora, sus hombres lo rellenan mientras el desdichado anciano suplica, con lágrimas en los ojos, que no lo hagan. Finalmente, aplastado por la desgracia, opta por ahorcarse. He recordado aquellas terribles escenas al saber lo que ha pasado en el Puente de Vallecas hace apenas unas horas. Ya me referí hace unos meses a esa central térmica que el alcalde de Madrid está levantando en medio del casco urbano con total desprecio de la legalidad. Pues bien, el drama ha vivido un nuevo acto. Conocen ustedes a la perfección ese dicho de Winston Churchill que afirmaba que una democracia se distingue por el hecho de que si llaman a la puerta de un ciudadano de madrugada se sabe a ciencia cierta que es el lechero. Así será, sin duda, en las democracias porque en el Madrid, villa y zanja, que rige Tutangallardón, a las seis de la mañana, quien llegó a unas humildes viviendas del Puente de Vallecas no fue el lechero, sino la policía. Siguiendo las órdenes de Ruiz-Gallardón, los agentes tenían la misión de desalojar unas casas que hay que derribar para mayor gloria de la faraónica central térmica. A pesar de que no había notificación previa, a pesar de que los que vivían en las casas contaban con documentos que atestiguaban su propiedad desde 1958, a pesar de que los informes periciales aseguraban que aquellos hogares no amenazaban ruina, las fuerzas de Tutangallardón arrojaron a la calle a embarazadas, ancianos y bebés en pañales en uno de los actos más repugnantes y despreciables que se han podido contemplar en Madrid en las últimas décadas. En algún momento del desahucio, quizá porque se temían la reacción terrible de algún recién nacido, se llegó a constatar la presencia de hasta catorce policías en el interior de una sola vivienda. Quizá la precaución era lógica. A fin de cuentas, existen precedentes de gentes que han defendido con uñas y dientes el lugar en el que viven aunque los agresores fueran uniformados. Sin embargo, debe decirse que las únicas reacciones de los que se veían privados de un techo para la mayor gloria del alcalde de Madrid fueron los sollozos imposibles de contener, la inútil exhibición de los contratos de propiedad y la angustiosa sensación de impotencia. A día de hoy, las víctimas del faraonismo de Tuntangallardón han sido trasladadas a albergues municipales donde podrán estar quince días para luego verse arrojadas a la calle de manera definitiva. El faraón de Madrid ni les ha ofrecido una indemnización, ni ha pensado en darles otra vivienda ni se preocupa lo más mínimo por su suerte. Hace décadas, me sentí horrorizado ante un tirano egipcio arruinaba la vida de un hombre que había cavado un canal. A día de hoy, siento asco frente a otro déspota que, contra toda ley y justicia, es capaz de arrojar a unos inocentes de sus viviendas.