Historia

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Agua de la nevera

La Razón
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Fue hace algunos años, creo que más de doce.
Una tarde al llegar al periódico la telefonista me entregó la carta manuscrita de un muchacho que decía estar desencantado y pedía hablar conmigo porque necesitaba sincerarse con alguien que parecía conocer el sufrimiento de los tipos solitarios y hundidos, como por lo visto lo era él.
Me contaba que era estudiante y estaba lejos de casa. En su letra no había tachaduras ni altibajos. Pensé que su caligrafía era demasiado buena para tratarse de alguien que decía no tener motivos razonables para seguir con vida, ni para darle alcance a su aliento. Mi vida no era precisamente un regalo, mi letra era peor que la de aquel muchacho y sin embargo cada día salía de casa para ganarme el sustento, así que recordé haber leído en alguna parte que el frío distrae de la muerte y supuse que mi remitente vería la vida de otro modo tan pronto tuviese la simple ocurrencia de beber un vaso de agua de la nevera.
Doblé la carta, la devolví al sobre y la metí con los otros papeles en el cajón de mi mesa. Aquella noche no encontré con quien tomar las copas y le di vueltas en la cabeza a la carta de aquel muchacho.
La madrugada siguiente me ocurrió lo mismo. Al segundo día me enteré por la radio que había saltado al vacío desde su ventana de un quinto piso un joven que vivía en las señas de quien me había escrito aquella carta. Abrí la nevera y no había agua fría. Salí a la calle y recé para que anocheciese a mediodía.
Por la tarde leí por segunda vez aquella carta en el periódico y casé las señas del remitente con las del joven que acababa de suicidarse en la ciudad. Eran la misma persona. Desde aquel día me ocurre de vez en cuando tengo la sensación de que un muchacho como aquél se arroja al vacío en mi interior, se estrella quince metros más abajo entre mis pies y yo no hago nada para evitarlo porque estoy muy ocupado pensando por qué diablos será que no hay agua fría en la nevera.
Recuerdo que escribí la noticia de aquella muerte y que al acabar mi jornada, en contra de lo que pensaban mis ojos, mi conciencia rompió la carta. Después salí a la calle. Era invierno y no olvido que la lluvia helada me empapó la gabardina y me secó los ojos. Ni quiero pensar por qué sería, pero durante algún tiempo rompí el correo sin abrirlo…