Sevilla

Aires de madrugada

La Razón
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A las dos de la mañana del sábado estaba en el bar Plata, frente a la basílica de la Macarena, tomándome un cafetito, igual que un viernes de Madrugá. La noche se presenta larga, dura y hay que prepararse adecuadamente. El ambiente, igual que el mejor de los viernes que los sevillanos tenemos en el año: miles de personas esperando ansiosas que se abra la puerta de la basílica; cuando lo hace, todas rompen en aplausos y la emoción se extiende por todo el barrio. ¿Cuál era la diferencia que lo hacía irrepetible? Que no era viernes, que no era abril, que no hay nazarenos y que la señora va en su paso sin palio, sin su candelería habitual, como desprotegida, desamparada, vulnerable. Para remediarlo estaban los sevillanos, los macarenos, para arroparla como nunca. Estoy seguro de que, al igual que me pasó a mí, le pasó a la mayoría de las personas que abarrotaban los alrededores de la basílica. La veo salir y la acompaño un poco. Voy a llegar a Torneo y cómo la dejo en el puente del Alamillo, imposible perderse el paseo por el parque y así a las 8:30 llegué con la Señora hasta el Estadio Olímpico. Cómo no entrar y seguir delante del paso de la Esperanza, nunca mejor dicho, en su recorrido triunfal por el recinto deportivo. Más de cinco horas, que fueron procesión, peregrinación y hasta romería, parecía que la Macarena la llevaban en volandas sus hijos, que abarrotaban tan largo recorrido. Se la veía feliz, no importaba el esfuerzo, porque iba a encontrarse con sus hijas más queridas. Las del sacrificio diario, las del amor eterno al prójimo, las bendecidas por Sor Ángela, las que llevaban a otra de las suyas a los altares, a su Madre María Purísima. Por eso, a la Señora de Sevilla no le importó ir por otros caminos, cruzar el río o pasar veinticuatro horas fuera de su casa.