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Europeísmo eurocentrismo

La Razón
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Nos sentimos europeos, por ejemplo, cuando atravesamos el Atlántico. Algo indefinible nos une a otros viajeros que ni siquiera hablan nuestro idioma, que pueden pensar de forma distinta, eligen otras comidas y difieren de valores que consideramos propios. Aún antes de formar el mejunje que se calificó de Mercado Común y aún mucho antes, cuando privaba la conciencia imperial de Roma, de Carlomagno o de Napoleón, algo se agitaba en las conciencias, desde la Península Ibérica hasta los Urales. Era una vaga y equívoca idea que más tarde se identificó con el cristianismo. El siglo pasado, con los enfrentamientos entre Francia y Alemania y sus dos guerras que pasaron de europeas, acabaron con el predominio de Europa y unos pocos convirtieron las diferencias en valores sustentados en la expansión económica e industrial. Empezó con el carbón y el acero. Todavía viven algunos que contemplaron la expansión colonial europea en África y Asia, la explotación de los recursos naturales donde los hubiere, la fanática aventura del hitlerismo, de base nacionalista y racista, el posterior predominio estadounidense y una lenta y larga decadencia del imperio americano que estamos observando no sin recelos. Tanta tragedia y, a la vez, arrogancia histórica común hizo que cobrara entidad la conciencia de ser europeo. Existen unas pocas síntesis de su arte, su literatura o de su cultura, porque las corrientes de pensamiento carecen de fronteras, pero en ellas la diversidad priva sobre la unidad. El invento de la Unión ha permitido desprenderse de unos tópicos para adentrarse en otros. Pese a las ventajas, superiores a los inconvenientes y a las reticencias de los británicos –no menos europeos aunque sigan con su libra esterlina–, no existe aún un europeísmo definitivo y, aún menos, ortodoxo.

Ser europeo puede observarse desde múltiples aspectos, como el suizo, y no resulta aún indispensable renunciar al nacionalismo. Todo se andará. Algo, sin embargo, nos lleva a reflexionar. La crisis económica, nacida en los EE.UU., parece protagonizarla Europa, aunque alcance, de una forma u otra, a todo el orbe y derive hacia un cambio de valores que puede llegar a afectar, como ya sucede de hecho, a la llamada «sociedad del bienestar». Aparenta distanciar unos países europeos de otros. Podemos hasta llegar a convertirnos en periféricos, dada la centralidad alemana y nuestras diferencias con los países nórdicos. Pero cabe admitir que existe también un eurocentrismo. No disponemos de una lengua común y ni siquiera nos unen vínculos como la cultura o la religión y se entienden como europeos los euroescépticos. Si se admite que la economía del euro se tambalea, deberíamos incidir sobre ese algo indefinido que nos diferencia y reafirma. Cada vez cuesta menos renunciar a parcelas de soberanía. Eliminamos las fronteras sin problema. Podríamos entenderlo como el resultado de un europeísmo en el que cabría cierto orgullo, incluso, de poseer aquellos rasgos que nos permitieron forjar un Continente como el americano, de Norte a Sur, mestizo, y vincularlo a lo que en sentido más amplio se entiende como Occidente. Deberíamos añadirle, asimismo, Australia y Nueva Zelanda y hasta una pequeña parte de África. Nos queda un pobladísimo continente asiático emergente con diferentes características, porque nada tiene que ver China con la India y aún menos con un Japón occidentalizado. Fuimos ricos y estamos viniendo a menos. Tuvimos grandes ideas, descubrimientos y los compartimos. Hemos perdido el orgullo del poder, pero puede convertirse en una gran ventaja.

A Europa le faltó modestia y debe admitir algunos de sus graves pecados, como su pretendida superioridad, trasladada a los EE.UU., a donde siguen emigrando todavía nuestros mejores cerebros; el concepto de un progreso material indefinido; preservar su identidad, menospreciando otras formas de vida que ya conviven con nosotros. Pero si cabe todo en lo que entendemos como cultura, deberemos admitir que fue la economía el inicio de la nueva Europa que se pretende unida, aunque quede una tan amplia tarea por realizar. Los europeístas utópicos pretendían conformar en pocos años una confederación de naciones, pero los dirigentes actuales recelan entre sí y hasta ponen en duda la oportunidad de ampliar los fondos de rescate o lograr unos bonos europeos que alejarían los fantasmas de la especulación de los mercados de los países europeos de menor potencialidad económica. Si hay que asentar la nueva Europa sobre pilares económicos no habrá otra alternativa. El rumor de que no es imposible agita las bolsas europeas al alza, como se ha comprobado, y tampoco sienta mal a unos EE.UU., tan suyos, con problemas complejos. Europa podría convertirse en un gran mercado, porque hay algo más profundo que puede justificarlo. El general De Gaulle miraba hacia Rusia, pese a que entonces un imaginario telón de acero alejaba cualquier posibilidad de expandirse. La crisis que nos agobia y que tiene en vilo incluso las formas de vida acabará fortaleciendo, pese a algunos, la conciencia de Europa. No podemos salir con un nacionalismo (aunque sea alemán) como única bandera. La idea de Europa se muestra como alternativa. Pero convendría fortalecerla desde todos los ángulos. Si hemos competido en la carrera espacial convendría asentarla en ámbitos como el científico y cultural, el político y el organizativo. El hecho de sentirse europeo ha de cobrar un mayor sentido. Conviene abandonar miedos y recelos.