España
Opositores frustrados por José JIMÉNEZ LOZANO
Nunca fue tiempo perdido haber estudiado Derecho Romano, Historia del Derecho, que en grandísima parte es la historia de la civilización
En otro tiempo se estudiaba Derecho porque, un poco o un mucho y como en el siglo XVII, ¿qué era un español sin ser abogado? Y en la clase media de hace menos de un siglo, se pretendía ser abogado porque ello suponía unos estudios que facilitaban mucho cualquier oposición de la Administración del Estado o la Local en las que podía ganarse la vida hasta un escritor, escribiendo a ratos con una cierta tranquilidad, si ya había pasado la época de las cesantías del Pacto del Pardo entre liberales y conservadores, y el contratado o funcionario no tenía que cesar cada cuatro años.
Aunque, en cualquier caso, el aludido escritor, aparte de su trabajo de oficina, podía ser consultado sobre algunas cuestiones más o menos jurídicas, y echar un vistazo a la redacción de los papeles que se hacían.
Algo parecido a esto le ocurrió a Gabriel Miró, ya expulsado del escalafón de escritores por quienes se encargan de ello, pero que sigue siendo un eximio escritor a cuya escritura quizás sólo perjudica un tanto un cierto preciosismo. También fue un tiempo lo que hoy llamaríamos un contratado municipal, aunque, luego, ya en Madrid, logró una importante literaria, y dejémoslo aquí por no contar otras secuencias. El caso es que Gabriel Miró escribió un maravilloso cuento del que el protagonista, una vez que acabó los estudios universitarios, se decidió por unas oposiciones de judicatura, pero el buen hombre hizo oposiciones tras oposiciones sin éxito, y gastó no poco de la hacienda que tenía en ellas, en lograr su deseo de ser juez y de ganar los dieciséis mil reales de sueldo, que era el sueldo de entrada en la profesión.
Pero ¡había tantos como él! Una vez, se había encontrado con un hidalgo de pueblo ya viejo, que casado y con cuatro hijos, había acudido al lugar de las oposiciones, en un asno de buena estampa desde Escalona. El protagonista, Sigüenza y el hidalgo estuvieron comentando que quizás algún día se encontrarían de nuevo, siendo ya magistrados. Pero el caso fue que un día Sigüenza y el señor de escalona, antiguos opositores fracasados, fueron nombrados miembros de un Jurado, y algo próximo a administrar justicia se les concedió, y, tras la alegría del encuentro, Sigüenza escribió a su ya amigo de oposiciones: «Alcemos los hombros y bendigamos la vida, que nos ha permitido colaborar en un capítulo de la historia de España». Toda una resignación cervantina ciertamente.
Lo que pasa es que nunca fue tiempo perdido haber estudiado Derecho Romano, Historia del Derecho, que en grandísima parte es la historia de la civilización, y los otros Derechos, o la mismísima Ley Hipotecaria, que es como una pesadilla. Incluso el Derecho Político e Internacional que son un estudio sobre asuntos mucho menos seguros y más fáciles de enturbiar. Pero lo que quería decir es que ese encuentro y estancia con tantos saberes jurídicos –y aunque ya no se respete tanto «la santidad de la cosa juzgada»– deja un poso que luego resulta importante.
Por lo pronto, las leyes de no hace tanto tiempo eran un ejemplo de estilo cartesiano, y esto ocurría hasta en el código de Pancho Villa: «El chango que mate a otro chango no hace bien», y la gente sabía lo que era un «genocidio» o la declaración de «no culpable», que no pretende certificar inocencia y ni siquiera que en otros comportamientos distintos al que se juzga el no culpable en éste tampoco vaya a serlo igual. Y las enunciaciones jurídicas son, o deben ser muy exactas, y rara vez aparecen hoy así en «media», que igualmente deberían ser cartesianos en sus noticias y en sus glosas. Y lo cierto que si se hubiera hecho oposiciones como «el señor de Escalona» del cuento de Gabriel Miró no ocurriría esto. Aunque, por supuesto, lo de las oposiciones se puede subsanar muy bien con una preocupación por la precisión del lenguaje en cada caso. Porque con el lenguaje se puede dar vida o muerte.
José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes
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