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Un lugar en España

La Razón
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Parece que la comunidad de frailes jerónimos de Yuste ya no puede sostener aquella casa porque son muy pocos monjes y viejos y se va, abandona el monasterio, que como ha pasado tantas veces impregnaba el lugar, que ahora se convertirá en puro monumento histórico, sin ninguna connotación religiosa y puede que tampoco española Las cosas son así, o por ahí parecen ir.

Pero Yuste es un lugar simbólico de España, y también de la historia política y espiritual de Europa, y un fabuloso paraje en último término, y tanto que a Julien Green escribe en una página de octubre de 1978 de su Diario, «La lumiére du monde», que el emperador podía ver desde su terraza «uno de los más bellos paisajes del mundo».

Pero el asunto de Yuste está dentro de la casa naturalmente, y no sólo por el significado que tiene la estancia aquí en los últimos meses de su vida del emperador Carlos I, sino también por la breve estancia de unos pocos días que aquí estuvo el arzobispo Carranza, que ayudó a Carlos a morir con una paz que no tenía, y que fue denunciado a la Inquisición, diríamos hoy que por lo menos como «filoluterano», por un monje jerónimo que se dice que se las tenía juradas desde una sesión del Concilio de Trento en la que Carranza le pidió que no continuase hablando en un latín tan desastroso. Aunque de todas maneras, tras la hipersensibilidad que sembró en el país la terrible persecución contra los partidarios del cristianismo interior, luteranos o no, al propio emperador le parecía que Carranza no era tan contundente perseguidor de luteranos como el Inquisidor General Valdés. Y el caso es que en las cárceles inquisitoriales se pasó aquél diecinueve años.

«¿Y cuándo va a salir de allí el arzobispo?», preguntó un día Felipe II, y se le contestó muy sinceramente que el proceso se demoraba tanto porque daba mucho dinero a los que de los procesos vivían y que la única solución mejor era pedir al Papa que llamase a Carranza a Roma; lo que fue mano de santo, porque el arzobispo salió a la calle directamente.

Pero todo esto nos llevaría a hablar de muchos otros asuntos, sucesos y personas españoles y europeos ligados a estos acontecimientos. E incluso de los paños fúnebres que allí se colgaron como luto por la muerte de Doña Isabel de Portugal, esposa del emperador, y en cuyo entierro se dice que el Duque de Gandía Francisco de Borja juró que no serviría más a señor que se le pudiera morir. Y ahora a lo mejor nos resulta curioso recordar que fue este Francisco de Borja, ya jesuita, quien, en unión del nuncio del Papa Pío V, el obispo de Áscoli, hizo lo posible para que el Papa condenase el 1 de noviembre de 1567 –doce años después que las Cortes de Valladolid– y en el Breve «De salute gregis» las corridas de toros bajo pena de excomunión y privación de sepultura en sagrado.

Aquellos paños fúnebres eran cosa que venía de la corte de Borgoña, y en la de Castilla no hacía tantos años que el negro se había impuesto como señal de luto, y se vio por primera vez en el entierro del príncipe don Juan, tío del emperador, el hermano de su madre, cuyo hermoso sepulcro tallado por Domenico Fancelli está en Santo Tomás de Ávila, donde también estuvo la tumba del Inquisidor Torquemada, cuyo cadáver fue arrastrado por los liberales por las calles de la ciudad.

Pero todo lo que sucedió en Yuste la noche en que murió el emperador fue ciertamente como el relente de la gran helada negra que sobre España y Europa iba a abatirse; la guerra de los Treinta Años y lo que siguió. Conflictos religiosos o ideológicos o puro afán de dominio, revanchas y vindictas, e incluso salvadores mesianismos abrieron cien mataderos en esa Europa que hoy no quiere saber nada de su tan incierto destino.