Carabanchel

«Ni que fuera un secuestro»

No es fácil quebrar la voluntad de la gente que quiere ir a trabajar, hacer la compra diaria, acudir a la peluquería, comprar ropa, discos o libros... Todo eso se pudo hacer ayer en Madrid como si fuese un día de tantos, aunque estuviese marcado en el calendario en el «rojo UGT-CC OO», con ese llamamiento a la huelga general que se quedó en parcial.

«Ni que fuera un secuestro»
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En el barrio de Carabanchel, los llamamientos de Méndez y Toxo provocaron dos anomalías: no se oían las frenadas de los autobuses de la EMT y, por una vez, y sin que sirva de precedente, todos los bares y tiendas regentadas por chinos habían echado el cierre. Un acontecimiento, por cuanto son conocidos por trabajar de sol a luna. «A éstos ‘‘alguien'' –citando sin citar una mafia o algo parecido– les debe haber dado el recado de que no abran. Mira que son cobardes; sí, va a venir un piquete a Carabanchel para obligarles a cerrar o romperles una luna...», decía un camarero. Los sindicatos deberían plantearse hacer proselitismo entre este colectivo. El éxito está asegurado. Todavía tienen en los genes la disciplina y la intimidación del régimen comunista-capitalista. El miedo es tan libre que los convierte en unos esclavos.

Mercados abastecidos

«Se nota mucho más movimiento que en huelgas anteriores. Aquí han venido todos mis clientes a tomar el café antes de ir a trabajar», afirmaba el camarero de uno de los mercados del barrio, en el que había más productos que compradores. Nada de desabastecimiento, salvo en las pescaderías, que tenían menos género pero, como decía una mujer, «si hoy no se come salmón, se come pescadilla».

En el Metro, otro día más. En la línea 5 los trenes se sucedían con intervalos de entre 3 y 4 minutos. La huelga sólo estaba presente en las conversaciones de los pasajeros. Dos mujeres iban dispuestas a hacer algunas «compritas» al centro sin reparar en la presencia de los piquetes «intimidatorios». «Es que las cosas no son así. ¿No estamos en una democracia? A la gente hay que dejarle hacer lo que quiera», comentaba una. Pues no. En la plaza de Callao y en la Gran Vía no se podía hacer lo que se quisiera o, sí, pero a costa de ser silbado. Dos dependientas miraban detrás de la verja de su establecimiento. «¡Qué pena, ni que estuviesen secuestradas!», comentaba una mujer, que no estaba dispuesta a que le arruinasen su día de compras.

Tarde y mal

«Si es que esta huelga llega tarde y mal... Esta huelga no se la creen ni ellos, no sé cómo no se les cae la cara de la vergüenza», comentaba el propietario de una tienda al que habían vulnerado, aunque fuese por una hora, su derecho a trabajar. Lo cierto es que eran marcharse los piquetes y abrirse las tiendas. A doscientos metros de la Gran Vía, la jornada no se diferenciaba de la anterior ni a la de hoy, mientras los sindicatos seguían inmersos en su realidad paralela, ajenos conscientemente al deseo de la mayoría de los españoles, que querían trabajar y trabajaron, que reivindicaron respeto para pasar el día de huelga activos y lo consiguieron, que ni las pegatinas llamando a la huelga duraron en los escaparates mucho tiempo.