Berlín

El trabajo bien entendido

La Razón
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Los representantes de los empresarios y trabajadores se perdieron en el laberinto de su interminable negociación sobre los convenios colectivos y otras cuestiones que afectan al mundo del trabajo. No deja de ser kafkiano que uno de los principales problemas con los que ha de enfrentarse la sociedad española, la sociedad del paro, de la economía sumergida, de la incapacidad para generar empleo para los jóvenes, de la multitud de contratos que rigen y a los que se pretende añadir alguno más naufrague, a punto de recalar en puerto, por los mismos protagonistas. Tendrán que ser, pues, una vez más los denostados políticos quienes ordenen este malbaratado mundo. Como ya ha podido observarse, las primeras leyes que hubieran debido facilitar las contrataciones laborales fracasaron. Tal vez el problema no sea tanto, pues, el del sistema de contratar y despedir, sino el de crear puestos de trabajo. Desde Bruselas, donde rigen nuestros destinos, nos marcaron la ruta de la «reforma del mercado laboral», entre otras. En ella andamos. Las grandes empresas utilizan los ERE, pero los autónomos se dan por jubilados y las pequeñas y hasta medianas empresas, salvo excepciones, despiden a sus trabajadores, porque su actividad se ve frenada por una crisis bancaria que ha sido capaz de erradicarlas reduciéndoles el crédito y conduciéndolas hasta el despeñadero. El director de la sucursal de mi caja de ahorros acaba de jubilarse, encantado, a los 55 años.

Un mínimo de perspicacia es suficiente para advertir que la globalización nos afecta y perturba. Aniquilada la construcción de viviendas y derivados, incapaz el estado de continuar las obras faraónicas proyectadas, la imposibilidad de crear o mantener puestos de trabajo es más que evidente. Los empresarios no contratan y jubilan anticipadamente cuando pueden, porque es más sencillo ganar dinero en China, en la India, en Brasil o en México que en un país que sacó pecho a destiempo y es lo que es: cada vez menos. La Europa que debía salvarnos nos está hundiendo. Los jóvenes contemplan ya, al finalizar sus estudios, las posibles salidas al exterior. No resulta tan difícil encontrar algún empleo digno en Australia o ejercer en otro país europeo. El propio Obama se ha visto obligado a admitir que los EE UU, a pesar de su anoréxico crecimiento económico, tampoco es capaz de crear suficiente empleo. En Europa, la Alemania de la cancillera Merkel se consolida, aunque pierda elecciones y su futuro político resulte tan problemático como el descubrimiento de una bacteria, pero su índice de paro bien lo quisiéramos. La inestabilidad española se asienta sobre cuatro patas cojas: un estado autonómico, aplaudido, pero no exento de recelos; una educación sin recursos –o mal distribuidos–; la sustitución de la industria por fórmulas más creativas y sobre todo el cainismo político. Hay otras zonas problemáticas que los observadores económicos advierten a simple vista. Pero lo que cuenta es el futuro. ¿Qué hacer? No podemos obviar Bruselas o Berlín, ni siquiera París. Pero incluso con los deberes impuestos –y Salgado dixit– irrealizables, tampoco se va a crear empleo.

Parece inconcebible que a estas alturas andemos todavía a la búsqueda del talismán que ha de resolver el problema de nuestros bancos y cajas. Era tarea de hace más de dos años, no de hoy. Resuélvase, pues, condición sine qua non. No cabe volver atrás, pero tampoco puede dejarse para mañana. Existió siempre un paro endémico, como endémico resulta el empleo sumergido. Gracias al mismo se mantiene cierta tolerancia social, aunque afloraría si se eliminaran impuestos e IVA (lo que resulta imposible) y se incrementara con ello el consumo. Habrá que transitar por este camino con delicadeza. Patronal y sindicatos tendrán sobradas razones para criticar el decreto-ley del Gobierno. Pero adentrarse en la solución del paro no se resuelve con leyes más o menos felices. Somos más pobres. Nuestro bienestar es el de ayer, pero el de mañana debería llevarnos a otras concepciones del trabajo, más próximas a lo que será el segundo cuarto del siglo XXI que a las del siglo XIX, que perduran hasta hoy. Los tiempos de la industrialización y la mano de obra barata ya no deben ser los nuestros. Aunque siempre trabajar, canse, como titulaba Pavese su libro.