Literatura

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El pastor sencillo

La Razón
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Se trata de un asunto local, y abuso de mi espacio. Aquí, en Comillas, ha fallecido su párroco, don José María Girón, después de diez años de lucha con el cáncer. A principios de agosto, en el funeral por el alma de un queridísimo amigo de todos, José Lantero, apenas podía mantenerse en pie. Le quedaba un hilo de voz, y se oyó rotunda y clara en la inmensa parroquia de San Cristóbal de la Villa de los Arzobispos. Tenemos suerte por aquí. Don Ángel, también en Comillas; don José Antonio en Ruiloba, sacerdotes de verdad, nada sofisticados, con voz rotunda, alejados de los amaneramientos y las distancias. Con ellos, creer en Dios es mucho más fácil. La fortuna los nació y los puso en nuestros paisajes, y aquí quedarán para siempre, árboles invencibles en la memoria, siempre frondosos.

Don José María tenía cuarenta y ocho años. Todos lo querían, hasta los menos partidarios del significado de la Cruz. Maravillaba su sencillez. Y la armonía de su palabra, que llegaba al corazón y al alma de cuantos la recibían. Siempre medido, siempre sencillo, siempre profundo. La puerta de su casa, abierta permanentemente, y su cuerpo enfermo, devastado por la enfermedad, entregado a una fuerza invisible cuando alguien necesitaba de su ayuda, que era a todas las horas de todos los días desde que, once años atrás, se hiciera cargo de la parroquia comillana.

Su sabiduría sometida a la naturalidad y la sencillez. Ayudaba, se duplicaba, se moría a chorros y parecía pedir perdón a quienes más esfuerzos le exigían. Lo contrario de ese modelo de sacerdote-estrella, tan de moda. Don José María no conocía la vanidad ni en la figuración, y su amor se distribuía sin distingos entre los marineros, los agricultores, los jubilados, los niños, los jóvenes y los empresarios, sin establecer diferencias sociales ni económicas. Todo esto parece obvio. Pues no es obvio.

Nadie, en once años, miró el reloj durante sus homilías. Su voz apagada era el camino elegido para acercarnos al ámbito del misterio. Era el cura pobre de los pobres y el cura pobre de los ricos. Para él, las injusticias de este mundo eran piedras eventuales, obstáculos que había que superar para alcanzar definitivamente el espacio de los azules infinitos, con la silueta de la Virgen dibujada en el horizonte. El Cristo de los comillanos, y el de sus mayores, es el del Amparo. La Madre de los tolanos, los hijos de Ruiloba, es la de los Remedios. Amparo y remedio los regaló don José María a todos los que le rodearon durante once años de entrega y sacrificio, que a veces daba la impresión de que su junco iba a quebrarse por el dolor físico que él soportaba como si fuera una prueba de angustia, que siempre superaba. Aprendió a simular los golpes del dolor con una sonrisa. Le devoraba el cáncer el hígado y don José María sonreía. Su compañía era la de Dios. Sin aspavientos, sin vanidades, sin esnobismos.

Los grandes troncos entrecruzados de la parroquia de Comillas, frontera de la plaza y el Corro de Campíos, recuerdan por su bella tosquedad los versos de León Felipe al carpintero que fabricaba la cruz. «Más sencilla, más sencilla;/ hazle la cruz más sencilla, carpintero». Como su alma. Como su sabiduría. Como su cuerpo entregado al sufrimiento.

Hoy lo enterramos. Comillas saldrá a la calle en silencio y llanto. Locales y veraneantes. Todos unidos. Ha muerto un sacerdote de verdad, el padre de los humildes, el maestro de la sencillez. Con su cuerpo no se entierra a Dios. Resucita de nuevo.