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Cuesta de enero por Sabino Méndez
Cuando yo era niño y llegaban estas fechas, se hablaba siempre de la cuesta de enero. La cuesta de enero era algo tan tradicional e incuestionable como la gripe invernal, el sorteo de la lotería, la final de copa, la llegada de la primavera o el principio de la vendimia. Hoy en día, como las filosofías de Martin Heidegger y Soren Kierkegaard han llegado a nuestras tierras, muchos ya no hablan específicamente de la cuesta de enero, quizá porque consideran la vida en su totalidad como una cuesta con final decepcionante y poco lucido.
Tengo comentado ampliamente con mis contemporáneos que eso me parece un error. Si algo nos permitía la cuesta de enero era darnos cuenta de la importancia del trabajo para crear riqueza. Es obvio que tener mucho dinero no da necesariamente la felicidad. Pero al menos, el tenerlo y comprobar ese hecho en persona, aparte de otras comodidades, nos pone a salvo de pensar que el dinero que tengan los demás es lo que les hace felices. Esa constatación en primera persona nos evita caer en la delirante imaginación, en la envidia inútil y en el destructivo resentimiento sin base empírica bien fundamentada. De ahí la importancia de percibir enero como una pendiente. Como sabe cualquier mente sensata que se haya corrido unas cuantas juergas, no es lo mismo gastarse todos los ahorros en una marcha interminable de tres semanas festivas que correrse la misma francachela a crédito ajeno. Será cosa de la naturaleza humana pero está comprobado que los que salen de copas con la hucha en el bolsillo siempre son más mesurados que los que salen con la tarjeta Visa. Pero ahora, cuando todo el mundo ha querido vivir a crédito sin darse cuenta de lo que eso significaba ¿Qué vamos a hacer?
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