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Estados Unidos

«La fuerza de amar»

La Razón
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Era yo un adolescente tranquilo y, a la vez, inquieto, cuando leí por primera vez «La fuerza de amar», quizá el libro más popular de Martin Luther King. A esas alturas, en los años finales del Régimen de Franco, era yo un convencido objetor de conciencia y tenía el firme propósito de ir a la cárcel antes que servir en el ejército. Pero una cosa era estar decidido y resuelto y otra, muy diferente, el sentirse acompañado en una España no especialmente abierta –se diga ahora lo que se quiera– a todo lo que no fuera oficial.

Quizá por eso Martin Luther King se convirtió para mí en una especie de mentor que me enseñaba que podía confiar en la no-violencia porque había obtenido resultados extraordinarios tanto en la India como en Estados Unidos. El cambio pacífico era posible si había gente que estaba dispuesta a llevarlo a cabo a cualquier coste, a cualquiera salvo el de usar la violencia.

Por añadidura, King, pastor bautista, sustentaba sus ideas en la lectura de la Biblia que desde hacía años era ya mi libro de cabecera. Con cierta perspectiva de tiempo, soy muy consciente de las debilidades del razonamiento de King. Por ejemplo, la resistencia no-violenta tuvo éxito cuando el adversario era un anglosajón que podía actuar con injusticia, pero que creía en unos derechos humanos innegables. Habría que ver la reacción de los «ayatollah» ante unos manifestantes que fueran cantando lo de «No nos moverán».

También descubrí que King, admirable desde tantos puntos de vista y mártir de la lucha de los derechos civiles, no era lo que se dice un ejemplo de castidad. Y sin embargo… y sin embargo, «La fuerza de amar» sigue siendo un libro admirable cuyas páginas he releído hace no mucho volviéndome a sentir envuelto por sus argumentos. No se trata sólo de que propugnar el amor frente al odio o la justicia frente al fanatismo sigue gozando de una legitimidad moral que nunca podrán tener los violentos de ETA al IRA pasando por Al Qaida. Además está la acción de la Providencia. Franco falleció justo a tiempo para evitar que yo fuera a la cárcel por ser objetor de conciencia y puedo asegurar que no tuve nada que ver con su muerte.