Música

París

La indescifrable gata por Francisco NIEVA

La indescifrable gata; por Francisco NIEVA
La indescifrable gata; por Francisco NIEVAlarazon

Como chico de la posguerra y cinéfilo de nacimiento, yo vi por primera vez en la pantalla a Liz Taylor cuando ella tenía doce años. Hacía un pequeño papel en «Jane Eire», sobre la novela de Charlotte Bronte, con Jean Fontaine y Orson Welles. En un cine de barrio, en el Metropolitano, de Cuatro Caminos. Eran los tiempos del «estraperlo». Los muy jóvenes hacíamos novillos en los cines de sesión continua, nos veíamos dos películas y nos quedábamos a repetir la primera. Pasado el tiempo, después de emigrar a París, la vi creciendo en su carrera, hasta convertirse en un mito y –¡cosa extraordinaria, maravillosa, ni siquiera soñada por mí!– pude besar la mano de aquella maravillosa criatura «de carne y hueso», porque a los dos nos concedieron el Premio Príncipe de Asturias, junto con Mandela, Roberto Matta, Indurain y mi admirado García Gómez. No me lo podía creer. Fue como entrar en el Parnaso, presidido por la más bella y platónica Diotima que se puede soñar.


Los trucos de la diva
Liz había tenido ya una vida personal de lo más convulsa y con una «fragilidad de hierro», que la hospitalizó varias veces, dando la sensación de ser un objeto precioso que se podía romper. –«Ha llegado Miss Taylor», me dijo una azafata. – «¿Cuándo la podré ver?». –«Por ahora es difícil. Posiblemente en el ensayo de la ceremonia». Pero la estrella mandó a una suplente al ensayo y sólo la pude saludar brevemente en la entrevista preliminar con la Reina y el Príncipe, y no mucho más. Antes de ocupar nuestros puestos en el escenario, ella vio a distancia que llevaba en la solapa el lacito rojo del sida y me hizo una seña cómplice y afectuosa que me colmó. Yo no dejaba de observarla y admirarla en todo cuanto hacía. La muy ladina hizo entonces su papel de gran actriz, que para todos resultó el número más delicioso de la fiesta. La ya premiada infinidad de veces se portó como si Minerva nos diera las gracias desde su altura olímpica, graciosa y majestuosa a la vez. Leía su discurso en un oculto monitor, con la misma naturalidad expresiva que si actuase para su maestro del Actor's Studio.

Yo estaba en «mis glorias», viéndola actuar y recordando mis años desastrados, en los que vi levantarse, hasta la cumbre, a la criatura más femenina y más «boticcelliana» del mundo, con su mirada verde, de gata, a la vez afectuosa e indescifrable. Acaba de morir ese mito, cuyo fantasma seguirá apareciendo y reinando en el celuloide por mucho tiempo. ¡Hasta la vista, Elizabeth Taylor!