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Criaturas feroces

La Razón
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El ser humano, mis queridos amigos, por lo general, es gilipollas. No quisiera que ninguno de Vds. llegara a la conclusión de que servidora se excluye de esa lista, que tengo también una pedrada muy gorda en todo lo alto, pero mi condición de testigo de la actualidad me impide callarme ante lo que es de sobra conocido: que somos gilipollas. Perdonen por la brusquedad, así, nada más empezar, pero no quisiera defraudar al gran Tomás Guasch, que todos los santos de los días desde su retiro vacacional en la Cataluña prudente ha hecho varios kilómetros bajo un sol de justicia para comprar LA RAZÓN y el «Mundo obrero» y que siempre espera alguna aberración de mi parte.

Se preguntarán Vds. por qué cargo de manera tan categórica sobre las personas y trataré de explicarme. Estos días de retiro vacacional en un lugar con escasa cobertura y sin cajeros automáticos a la vista, hay un perro pequeño que yo creo que es el alcalde del pueblo. Vamos a ver, es, efectivamente, pequeño, pero él no lo sabe. Él tiene la cabeza muy gorda pero las patas muy chicas pero se comporta como si fuera un pivot de la Cibona. El perro acompaña a las motos ruidosas hasta el límite de la población, se pasea por las calles con cara de notario, entra en «Comestibles Lola» y sale protestando, y aunque se tumbe en la mejor sombra de la plaza nunca se permite echar una cabezada. Siempre alerta, el can, en adelante «el alcalde», tiene cara de estar a punto de convocar un pleno, aunque él, particularmente, sea más de estar entre las piernas de los vecinos, palpando la realidad.

Estos días, también, el tiempo da como para leer cosas poco prácticas pero muy entretenidas. Gracias a una de esas lecturas me he enterado del comportamiento de los animales del zoo de Washington durante el terremoto de la semana pasada en la costa este de Estados Unidos. Momentos antes del temblor, los grandes simios dejaron de comer, recogieron a sus crías, chillaron y se pusieron a salvo. Las serpientes se retorcieron, las sepias no probaron bocado, los castores y los patos se tiraron al agua, los pájaros se reunieron todos en el mismo lugar, y la musaraña elefante se metió en su casa y se negó a salir en todo el día.
Mientras leía este artículo, en el paraje de enfrente, en plena zona protegida del Cabo de Gata, se desató un incendio. El fuego se extendió fácilmente ayudado por el calorazo y el viento. Bien, pues el ser humano, así en tropel, salió de sus apartamentos, enganchó a sus crías, las metió en el coche, se acercó al fuego hasta donde le permitían los servicios de emergencias, puso el vehículo en la cuneta haciendo que el tráfico fuera más lento y se lió a hacer fotos. Es que somos gilipollas.