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Respuestas frente a la corrupción por Pedro Alberto Cruz Sánchez
Una de las cuestiones más complejas y apasionantes de estudiar en torno a la respuesta social ante la oleada de casos de corrupción que protagoniza la historia reciente de España es el modo en que, de un lado, el ciudadano evidencia una severa desafección hacia la clase política, mientras que, de otro, mantiene prácticamente intacta la confianza en su partido político de siempre. En efecto, nada nuevo se descubre si se subraya la tendencia ya normalizada que existe en la actualidad a tipificar al conjunto del estamento político como corrupto. No importa lo injusta que resulte tal generalización ni el hecho de que, detrás de tales acusaciones, se encuentren personas que diariamente se esfuerzan en hacer su trabajo lo mejor posible: la criminalización del político en España es una realidad demasiado tangible como para poner sobre ella paños calientes. Ahora bien, lo que extraña en este contexto de opinión es que, en paralelo a dicha generalización perversa, el ciudadano haga gala de una fidelidad de voto ciertamente sorprendente. Pocas, muy pocas veces un escándalo relacionado con la corrupción ha sido capaz de alterar una tendencia de voto ya perfilada desde atrás.
¿Cuáles son las razones de este comportamiento esquizoide? ¿Por qué cuenta tan poco la corrupción a la hora de reorientar la confianza de la ciudadanía hacia una opción política u otra? Varias son las respuestas que cabe deslizar: 1) la relación ciudadano – partido político es directa y se encuentra al margen de cualquier interferencia o eventualidad que pudiera afectar en ella; 2) sociológicamente, España es un país de compartimentos ideológicos estancos y, por lo tanto, con escasa capacidad para transferir votos de un espectro a otro; 3) cuando se desciende del ámbito general de la sociedad al específico del individuo, y cuando se trata de determinar qué es lo mejor para los propios intereses, son muy pocos los ciudadanos que valoran la corrupción como un factor a tener en cuenta) y 4) de una manera inconsciente existe la percepción que la misma estructura de denuncia de la corrupción –conformada por la oposición política, medios de comunicación, Justicia- está en sí misma corrupta –esto es, que existen intereses descarados en el desvelamiento enfático de tales casos, hasta el punto de que el proceso en sí de hacer justicia llega a pervertirse por objetivos espurios. Por cuanto, en la medida en que el mal es denunciado por el mal, ¿dónde establecer una base de verdad que nos asegure que el delito en cuestión no es otra construcción de la realidad?
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