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OPINIÓN: Inversión
El retraso en la vigencia real de la Ley de Dependencia ha conseguido (si es que ese era el fin que perseguían quienes la aprobaron) que se mueran al año más dependientes que los que ingresan en la nómina de atenciones que establece. A este paso la ley misma dejará de tener sentido cuando se mueran todos los aspirantes o, alternativamente, los trámites resulten tan extenuantes y dilatados que nadie alcance al fin a sacar partido alguno a su situación de dependencia, que se contempla como si fuera algo deseable a lo que algunos optan como forma de resolverse la vida y no una situación, precisada de ayuda, que se produce muy en contra de la voluntad del que la padece. En tiempos de tijeras largas la dependencia parece un lujo que no está a nuestro alcance o se sitúa muy por detrás de otros lujos, por ejemplo culturales, que hemos decidido permitirnos por no arruinar nuestra vida espiritual.
Es, en el fondo, una cuestión de invertir o no invertir y, sobre todo, de prioridades a la hora de gastar dinero público; en ese terreno, cada vez que se mueve una partida presupuestaria del Estado se pone en situación de riesgo vital a una determinada categoría de personas: baja la inversión en trasplantes (no es el caso, de momento) y se aligeran las listas de espera por muerte de los aspirantes a receptores; se abandona un medicamente caro y mueren su antiguos consumidores; se trata de uno de esos problemas que si se deja a sí mismo se acaba resolviendo por sí solo, como nuestra vida en general, que tiende a rematarse con la muerte. Así que la ampliada esperanza de vida nos aboca a un final apocalíptico de ancianos enfermos dejados en manos de la familia como entidad subsidiaria de la Seguridad Social que nos podemos pagar.
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